HISTORIA DE LA MÚSICA NEGRA I

Los orígenes de la música negra

Las incorporaciones negras a la música de Occidente no empezaron con el jazz, sino cuatro siglos antes, a principios del siglo XVI. Llegaron a España y Portugal, acompañando la gran aventura del Nuevo Mundo, dando lugar a uno de los fenómenos más importantes de la historia: los bailes y las canciones de los negros fueron esenciales en el nacimiento de la música hispanoamericana, que vivió desde el Renacimiento alimentada desde las dos orillas del Atlántico. Fue la primera música verdaderamente mundial. De ahí la función vital de la música de los negros: el ritmo sincopado, la sensualidad, la naturalidad de la expresión fueron –igual que en la era del jazz– capaces de unir con mimbres primitivos y mestizos al público que inauguraba la modernidad.

La música de los negros en el Siglo de Oro dio lugar a los bailes más famosos de la época: la zarabanda, la chacona, el guineo, que fueron, curiosamente, los primeros bailes que fueron percibidos como propiamente españoles. Cervantes nos da en sus Novelas Ejemplares las escenas de la música mestiza popular, aplaudida por la aristocracia, de la que poco nos ha quedado. Sí quedan, en las catedrales de todo el mundo hispánico, las negrillas, los villancicos que se cantaban y bailaban imitando los sones de los negros en Navidad. Uno de los mejores es «A Siolo Flasiquiyo» de Juan Gutiérrez de Padilla, maestro malagueño en la Puebla de Felipe IV:

Pero es la tradición de la música hispanoamericana, aún viva, la que nos trae directamente el legado del Siglo de Oro. Con ella nos hacemos una idea de las innumerables formas de vida que han venido acompañando los ritmos negros durante tantos años y leguas. Aunque los casos más conocidos de músicas negras hispanas están bien en las Antillas –en la salsa cubana, el merengue dominicano o en la «bomba y plena» puertorriqueña–, o en Colombia, con la cumbia, los rastros de la penetración más antigua, original y plenamente mestiza están en zonas centrales de los viejos Virreinatos del Perú y la Nueva España.

El son jarocho de México, quizá el vestigio más importante de la antigua música hispanoamericana tiene los instrumentos de la España barroca, la fantasía y algo de la rigidez propiamente mexicana y los ritmos y la gracia de los negros que hubo en Veracruz y aún quedan en la Costa chica. Nadie da mejor fe que la negra graciana, tocando al arpa el son de la bamba, que viene de tiempos de Carlos II:

O Jorge Negrete, que en su Historia de un gran amor protagoniza alguna de las mejores escenas jarochas:

El Perú es donde encontramos los signos más originales de la música de los negros. El lamento de los esclavos no nace con el blues. Ya en el siglo XVIII se cantaba en el Virreinato la tonada del «Congo», que da voz a los que llevaban cautivos al otro lado del mar, «dejando a mi madre de mi corazón»:

El claqué o tap dancing que hoy asociamos al jazz, no viene si no del zapateado de los negros, que ya era célebre en el siglo XVII, que ha pasado a los bailes en todo el mundo hispano. El zapateo se conserva especialmente brillante en el ritmo del «festejo» peruano, o en el panalivio, que nos recuerda el origen de estas músicas en las canciones de trabajo:

También el cajón, que hoy asociamos al flamenco, viene de los negros del Perú y se incorporó a las danzas criollas. Las jaranas y las marineras de toda la costa del antiguo Virreinato nos hablan de aquel mundo refinado de las grandes familias de negros y blancos que compartían los usos galantes, el baile con pañuelo y el propio cajón:

No hay mejor homenaje a los negros criollos de Lima que la famosa «Flor de la canela» de Chabuca Granda:

El influjo de los negros fue aún más dominante en Portugal y su imperio; especialmente en Brasil. El origen de la samba está en las ruedas de negros y mulatos que ya vio Felipe II en Lisboa y que ya hacían lo mismo en Pernambuco. Las «sambas de roda» de Bahía conservan la forma dialogada de aquellas canciones de los esclavos y los galeotes, y que también llegaron más tarde a los Estados Unidos:

Las formas más desarrolladas de la música brasileña no proceden, como las de la América española, de los siglos XVI y XVII, sino que siguieron recibiendo sus ingredientes fundamentales en los siglos XVIII y XIX, con el gran traslado de la corte lisboeta y la inmigración de todas partes del mundo. La samba ha conservado, con todo, el esqueleto inconfundible de los negros del Brasil, como puede verse en las canciones de Noel Rosa, una de las primeras estrellas del género cuando empezaba a salir de los bajos fondos:

El flamenco recoge la herencia de los negros que ya había entrado en la jacarandina española desde el barroco, y la renovó con los cantes de ida y vuelta. Es el caso de la guajira:

Son muchos los ritmos hispanoamericanos del siglo XX que no se entienden sin las raíces de la música negra. No es casualidad que el gran fenómeno del jazz recogiera las congas, los mambos o los boleros que trajeron músicos como Xavier Cugat, Carmen Miranda o Josephine Baker, porque eran precedentes de lo que ocurría en Estados Unidos:

Los negros de los Estados Unidos cantaban en las iglesias protestantes desde que se tiene noticia de ellos, en el siglo XVII. Pero su música no afloró hasta el siglo XVIII: primero, sin rasgos musicales propios, bien como intérpretes profesionales en las casas acomodadas, bien imitados en un disfraz de figurón. En los «Minstrel show» del siglo XIX, los blancos se pintaban la cara de negro e imitaban su habla y sus gestos, como también se había hecho en la España del Siglo de Oro. Aunque no tuviera verdadero interés artístico, debemos saber ver –teniendo en cuenta lo que habría de ocurrir– que aquellas burlas contenían una estimación estética fundamental, aunque no se le supiera dar salida auténtica:

La primera verdadera aparición negra en la música de Estados Unidos data de 1899. Scott Joplin era un músico negro que se había formado en la música tradicional de las bandas norteamericanas. Pero, dentro de aquel estilo, fue el primero en introducir el ritmo sincopado de los negros, que había vivido sin duda en los fondos latentes del sur del país. Siglos después, fuera de las plazas de Hispanoamérica, la incorporación de la música seguía consistiendo en el ritmo. Se llamó «ragtime», como si el tiempo de la música se hubiera roto. El efecto fue inmediato: el «maple leaf rag» de Joplin fue la primera pieza en superar el millón de ventas. El éxito de este desorden llamaría pronto a la auténtica música negra a emerger de los bajos fondos.