El “aire español” en la música del Siglo de Oro
Un noviembre de 1610, el futuro duque de Mantua, entonces cardenal Ferdinando Gonzaga, de 23 años, se carteaba con una hermosa cantante de Nápoles, Adriana Basile. Habían coincidido en Roma, y ahora se echaban de menos: «non havrò più con chi cantare “con el ayre Madre” (…)», le escribía el joven purpurado. De todas las canciones que se sabía el cardenal, ésta le resultaba inseparable del recuerdo de su dulce amiga. Era una canción española.
No fue un caso aislado: en tiempos de Lope, Europa acogió la música española con un entusiasmo sin precedentes. La expansión de la guitarra durante aquellos años es la manifestación más clara de un mayor influjo: también consistió en un contagio de melodías y bailes que eran percibidos como un aire español. Sorprende que se haya despachado y aún se quiera despachar una de las más perdurables contribuciones españolas señalando que el poder de los Austrias se desparramaba entonces por el continente; tan sólo repárese en los muchos dominadores que no han dejado rastro artístico a su paso. Se nos lleva advirtiendo desde hace demasiado tiempo: pese a cualquier manía de la historiografía vigente, el arte pertenece al país de los sentimientos y los sueños y sólo en él podrá entenderse. Si aceptamos que los europeos no acogieron la música al aire español por razón de Estado, sino en su vida personal, allí donde transcurre la historia, alcanzaremos a ver la importancia de la cuestión, que encierra algunos de los caracteres fundamentales de nuestro Siglo de Oro.
Ni la pintura ni las trazas españolas se vieron tan estimadas en Europa; la más directa aportación artística fue dramática y musical. Deberíamos preguntarnos entonces por qué esta última es la manifestación peor conocida de nuestra historia. Han intervenido aquí varias razones. Algo hay que achacar a los tentáculos de la leyenda negra, pero esto no explica por qué otras artes han conseguido escurrírseles. Otro tanto hay que atribuirlo necesariamente a nuestros propios historiadores y a los musicólogos, tardos en reconocer la misma entidad de la música en la edad que precede a la peluca empolvada. Sin embargo, una última razón, acaso la más importante, procede del mismo Siglo de Oro: hubo en aquel tiempo una íntima voluntad de ocultarnos a sus copleros, de no hacer perdurables sus melodías. Este pudor –torpemente confundido con desprecio por la música– sólo se hace patente a los ojos de quien abandona el vicio especialista y trata de ver la vida pasada.
Cuando los españoles comenzaron a diseminarse por Europa a fines del siglo XV, su música apenas empezaba a salir de un largo romance morisco. Antonio de Ferrariis, un humanista ferozmente xenófobo, señaló un “triste modo de cantar” entre las usanzas depravantes introducidas en Italia por los españoles, quienes además emitían “sonidos sarracénicos”, la “algarabía”. Salvando este primer momento, en que todo lo hispano debió de aparecer rodeado de afeites orientales – rastros de un color medieval ya pálido en otros lugares–, la música española convivió sin gran contraste con la italiana del Cinquecento. Se habla de danzas nacionales, afloran canciones del repertorio popular; pero aun llevando lo propio en las faltriqueras, se desenvolvían los españoles como italianos: así se nos figuran Garcilaso y sus compañeros galantes, aquellos que cantaban en la corte de Milán, o en el ambiente de Castiglione; todos ellos venían propicios a italianizarse y su sensibilidad demandaba sonetos, más ensimismamiento y elegancia, elementos todos ellos que irían a recoger a la fuente del Renacimiento italiano.
Aún tenía mucho que enseñar Petrarca, y en su lengua estilizada se expresaban los ambientes aristocráticos de aquí y de allá. No podemos hablar todavía plenamente de aire español, pues nada lo hacía salir aún de las ventas y patios en que palpitaba encerrado. Pero algo cambia a finales de siglo. Entre 1580 y 1640 Italia y otros lugares de Europa reciben decenas de nuevas canciones, ya nítidamente percibidas como españolas. Llegan plenas de confianza, pero sin alarde alguno de grandeza; un puñado de versos candorosos, tal vez alguna indicación para la guitarra: he aquí todo el aparejo de la mayor exportación artística española en tiempos modernos. En aquellas letrillas frugales migraba algo pequeño a nuestros ojos, pero que entonces era el más elevado capricho estético: el canto a una sola voz, acompañado de la guitarra. Todos sus elementos –cancionero popular y rasgueado– eran cosa corriente desde hacía siglos. Lo que ahora ocurría, en palabras de Menéndez Pidal, era la emergencia al estado vigente de todo aquello que por largo tiempo había vivido callado, en estado latente.
Llegados a este punto, debemos preguntarnos por qué en este preciso momento y no antes surgieron con tal vigor aquellas canciones de su letargo. Llevaban tiempo depositados en la redoma todos los elementos que habrían de tomar parte en el fenómeno. Sólo faltaba en el temple de la vida española un fermento esencial: una nueva sensibilidad vital, que sólo pudo llegar de mano de una nueva generación. Fue la de Lope, Góngora y otros tantos la que habría de levantar en tolvanera lo que reposaba silente desde hacía siglos. A ellos se unirían decididamente los miembros de las generaciones subsiguientes.
Trazar la altura de los tiempos y el horizonte vital que tan peculiares hicieron a esta prolífica ventregada hispánica es una cuestión del máximo interés y que aún está por emprender. Pero saltan a la vista algunos hechos muy claros: la generación de 1580 y sus sucesoras inmediatas encontraron una Monarquía ya hecha, ya consolidada en España; había pasado el ciclo imperial –dejan de estar de moda los romances épicos– y Felipe II envejecía cuando ellos eran adolescentes. Su tiempo, más liviano y colorido, iba a llegar con Felipe III. No sólo traían desde la cuna el mundo cancioneril, sino también todo lo esencial de la lírica italiana, diluida en su educación sentimental. Había dado tiempo, además, a una primera digestión de las Indias. Aún no somos conscientes de la enorme importancia que lo descubierto en la vida americana de aquellos años pudo tener para la música y el baile hispánicos. Gran parte de los ritmos que se propagaron desde España por Europa a partir de entonces –como la zarabanda o la chacona– reclamaban origen indiano; secundario es que de veras lo tuviesen: lo relevante es que se sentían tan poderosamente nuevos como los mestizos y los paisajes soñados de Ultramar. Sólo unas líneas como las de Felipe Guamán Poma nos dejan empezar a intuir lo que, insisto, aún no terminamos de ponderar:
“Cómo los indios, indias, criollos y criollas hechos yanaconas y hechas chinaconas […] no hacen otra cosa, sino de borrachear y holgar, tañer y cantar, no se acuerdan de Dios ni del rey ni de ningún servicio ni bien ni mal”
El desembarco de lo crecido en este ambiente sin par debió de causar un efecto revolucionario; es más, no podemos empezar a hablar de música española sin contar con aquel rejuvenecimiento radical que vino del Nuevo Mundo.
Estas condiciones fueron suficientes para elevar a la generación de 1580 a la perspectiva justa para acometer dos geniales realizaciones artísticas: la comedia nueva y el romancero nuevo. A estos debemos hoy añadir una tercera, en estrecha relación con las dos anteriores: el aire español en la música. Las tres manifestaciones constituyeron, como dijo Ruiz Ramón hablando de la comedia, “un nuevo punto de vista”. El mismo cansancio de los antiguos modelos –no sin haberlos asumido profundamente –; el paso de la razón al “gusto” natural entre los jóvenes artistas; el deseo de unir su propia vida a la literatura: las mismas fuerzas que hicieron que los moros Gazules y Zulemas volvieran a los versos fueron las que hicieron emerger al aire español de la intrahistoria del Siglo de Oro. La música que ahora iba a triunfar en Europa era la síntesis de una particularísima experiencia en la que se acumulaba algo de la vida medieval andaluza, la asunción de la lírica italiana y la llegada de los novísimos ritmos de las Indias, todos ya amulatados.
Se ha pensado que la misma circulación de soldados y otras gentes españolas por Europa fue la causa suficiente de la expansión de todo lo original que había en su tradición musical. Creo que se pierde aquí de vista un elemento fundamental de la vida colectiva del Siglo de Oro: para que el aire español se contagiase en las cortes italianas y francesas –para que alcanzase, al fin, la plena vigencia en aquel tiempo– debió ser antes acogido por la aristocracia. No se puede entender esta tradición prescindiendo de los señores de gorguera y bigote fiero: ellos atesoraban en sus blasones toda la fuerza de lo vigente. Uniéndose a un ideal de hombre, la música española culminó su emergencia a la vida artística y se aprestó para triunfar en Europa.
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Como Ramón Gómez de la Serna dijo del jazz, el aire español venía a traer algo ya esperado, un afán de vida nueva que aguardaba como un muñón en la sensibilidad europea. ¿Qué cualidades pudieron satisfacer tales anhelos? La nueva música española dejó muy escasos vestigios porque fue un abandono decidido de todo lo que había sido –y aún es hoy– la música profesional. Sólo en un grave olvido de la realidad se ha podido afirmar que la música declinaba en su simplificación: lo que ocurrió es que torció bruscamente el rumbo. Por vez primera la música española se entregó irreversiblemente a los brazos de la guitarra, instrumento en apariencia nimio –Covarrubias lo comparaba con un cencerro–, pero que aglutinaba íntimas inclinaciones estéticas. La guitarra venía inseparablemente unida a cierta manera de cantar. El primer libro impreso fuera de España para este instrumento estaba escrito para “sonare, e cantare alla Spagniuola”. No sólo esto: Luis de Briceño, el gran introductor de la guitarra en Francia, defendía el instrumento como útil “para cantar, tocar, danzar, saltar y correr, bailar y zapatear”: también venía el baile español asociado a las cuerdas de la guitarra.
La música española llegó al extranjero en forma de cantares sencillos, bien romances nuevos, bien letrillas, frescas y rápidas como la vida representada en la comedia nueva. Aunque los españoles tenían fama de graves y de arrastrar siempre murrias de amoríos, los más de los testimonios nos hablan de la alegría de su música en comparación con sus hermanas europeas. La voz que comunicaba todo esto no podría estar más lejos del atildamiento académico que acabaría por ser prestigioso en todo Occidente. De todo el registro al alcance, el Siglo de Oro prefirió la voz desnuda de impostaciones, el tono natural y sincero en el que triunfaban los niños y los jóvenes; esto encarnaba una preferencia por la intimidad, y por el más aristocrático de los dones, nunca al alcance del esfuerzo: la gracia. Estas características acercaban la tradición hispana a los nuevos preceptos de la música que –supuestamente inspirados en la Antigüedad– se imponían hacia principios del siglo XVII en Italia. Con razón no ha faltado quien ha situado el origen del bajo continuo barroco en la tradición de acompañamiento del canto español a la guitarra desde el siglo XVI. Lo cierto es que tanto el nuevo esfuerzo manierista italiano como la espontaneidad española convergieron al insistir en una nueva jerarquía que subordinó la música a las palabras. Aún no sabemos bien cuál era la presencia de lo español allí donde surgió la Ópera, hija natural de este nuevo gusto. He aquí un dato incitante: el músico encargado de acompañar al chitarrone el melodrama L’Euridice de Jacopo Peri, una de las primeras representaciones operísticas de la historia, fue don Grazia (García) Ramírez de Montalvo, hijo de un caballero español al servicio de los Medici.
A última hora, el temple del aire español conducía siempre a la acción; el verdadero horizonte eran las tablas del teatro. De ahí que el baile, en la encrucijada de los dos ámbitos, fuese la más auténtica manifestación del momento y su influjo más perdurable. La primera generación de pavanas y gallardas españolas, como la famosa Spagna, que ya abundaron en el siglo XVI, eran danzas muy serias, con un aire henchido de importancia. Nada tienen que ver con la nueva generación de pasacalles, canarios, chaconas, zarabandas y folías, que se abrieron paso en la Europa de fin de siglo. Eran bailes populares –esto es, del gusto de todos–, emergidos, a diferencia de los anteriores, del hampa y del burdel; llevaban, además, ritmos radicalmente novedosos, nacidos algunos entre los primeros mestizos y mulatos de América.
Todo ello desató un impulso irrefrenable, que no encuentra parangón hasta el siglo XX: toda letrilla llevaba sus pasos, toda tonada podía convertirse en un número de baile, y llegó a haber piezas dramáticas enteramente danzadas. En los saraos se aplaudían las muchas vueltas y los grandes saltos, pero no hubo un rasgo más claramente español que el baile con castañuelas. El propio don Diego Duque de Estrada se dio a conocer en las cortes más refinadas de Italia porque “danzaba español con castañetas”. La presencia de este instrumento en los nuevos bailes llama la atención sobre los miembros previamente preteridos en la danza aristocrática: los brazos y las manos. Las descripciones de la chacona y la zarabanda insisten en que “los braços hazen los más ademanes, sonando las castañetas”, confirmando que el aire español vino a liberar algunos movimientos del cuerpo en la danza culta europea.
Las letrillas, las zarabandas y las guitarras parecen cosa pequeña al lado de los altisonantes madrigales del Manierismo europeo. En una época de intelectualismo y atildamiento, el aire español hizo emerger a la vida artística occidental el mundo de la farándula, de las diversiones populares, del más bajo vulgo. Todo ello indica un gran vuelco de preferencias. Por ejemplo, Rodrigo Caro, miembro de la erudición sevillana de la época, consideró que las nanas maternas eran “las reverendas madres de todos los cantares”. Llegaba el triunfo de la lírica popular que se ha creído ver en el Renacimiento, ahora sí, por la sensibilidad vital de varias generaciones y no por antojo de bucolismo. Pero el fenómeno no fue del agrado de todos: Pietro Cerone despreciaba la música de los teatros “hecha para satisfacer a la plebe” respecto a aquella “que conviene a gente hidalga y noble, que es la verdadera”. Por eso consideraba que los aristócratas españoles no cultivaban la música. Comenzaba aquí el problema: si aquello no era música “verdadera”, no se conocía tal arte en España. En realidad, lo que ocurría era que el aire español suponía un ataque frontal a la música profesional que se venía practicando y que ha preponderado hasta hoy en día.
Ya lo hemos comentado: la música llevaba en España el yugo de la poesía, y sólo se escribía en raras ocasiones. Juan Carlos Amat, el primer tratadista de la guitarra, atribuyó este hecho a la “cólera” de los españoles, que les hacía larga y pesada cualquier empresa práctica. Este modo de tañer y cantar con desenfado se debió de contagiar a otros lugares. “Oggi (…) si usa poco di cantare madrigali, (…) amando più le genti di sentir cantare a mente con gli strumenti in mano con franchezza, che di vedere quattro o cinque compagni che cantino ad un tavolino col libro in mano, che ha troppo del scolaresco e dello studio”, dice Pietro della Valle en 1640. Lo vemos claro ahora. Aquel aparente descuido era en realidad una victoria de la prestancia sobre la técnica; era desdén, sprezzatura, un gesto plenamente aristocrático. Aquel hombre ideal del que hemos hablado despreciaba el trabajo y la manualidad, prefería la ingenuidad de la palabra hablada frente a la escritura y cuidaba con celo extremado su compostura en público. El mismo Diego Duque de Estrada admite que “entre amigos o damas rogaba que me oyesen, pero no señores” – lo último sería parecer un músico profesional, un vil mecánico, incluso para los que en realidad lo eran. Una decorosa celosía debía separar la vida de todo aquello que hoy se aplaude en los auditorios. Aún hoy este enrejado oculta la música a ojos de historiadores y musicólogos, que dan por inexistente todo lo que hombres del Siglo de Oro quisieron velar.
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Desaparecen los músicos de la escena. No encontramos instrumentistas en las nóminas de servidores de los aristócratas españoles, pues prefieren figurar como pajes o criados –entonces el trabajo no decía nada de uno mismo, y cambiaba de buenas a primeras–, pero sabemos que había música, y mucha. Sin embargo, hasta la música ha desaparecido de la historia de estos años. Desaparecieron los libros musicales de las imprentas. Muchas veces el materialismo más socorrido ha explicado que todo esto se debió a una crisis económica. Pero ¿no pudo ser todo porque así lo quisieron los hombres de aquel tiempo, por un íntimo querer artístico? Lo dicho hasta aquí nos lleva a responder que así fue. Hemos tardado demasiado en darnos cuenta: la generación de 1580 propuso que la música debía ocupar un lugar adjetivo en la vida. Esto no significa que se despreciase el arte, ni que se considerase de segundo orden, sino que se creyó que en ese lugar la música era plenamente lo que debía ser: adjetivo, acompañamiento, de lo más alto, que era la vida intensamente vivida, según ellos la entendían. Tal situación vino a anhelarse de nuevo en el siglo XX. “Los siglos prudentes situaron la música al fondo de un banquete, en el rincón del sarao o tras las ramas de un jardín” –dijo Ortega en el otro gran momento español. No es riguroso seguir hablando de limitaciones, de incapacidad o de desdén nacional. El lugar “de fondo” de la música española de los siglos XVI y XVII fue una cuestión de voluntad artística, además de una propuesta calurosamente acogida en Europa.
La virazón que el Siglo de Oro impuso a la música coincide con aquellas preferencias estéticas que ya señaló Menéndez Pidal para la creación española en general: la fe en la espontaneidad y la improvisación, el pragmatismo o entrega del arte a la vida, la sobriedad de las formas, el “arte de mayorías”, la tendencia a la anonimia. Todos estos elementos que han contribuido a la incomprensión de la música española del Siglo de Oro fueron los mismos que la hicieron atractiva en la Europa de entre el siglo XVI y el XVII. Aquel cantar sin estudio ni anteojos ni papeles fue una opción consciente cuyos encantos se explican por sí solos. Lo mismo diremos de los bailes y géneros dramáticos de la generación de Lope, que desataron infinidad de movimientos del cuerpo y argumentos dramáticos desconocidos para los hombres de su tiempo.
Todo esto llegaría a ser un gran impulso vital en la cultura europea. En cierto modo, el aire español fue un fruto tardío –he aquí otra constante española– que vino a devolver a la vida algunas formas artísticas que se encontraban ya hieráticas en el otoño del Renacimiento. Podríamos pensar que hubo riesgo de “apatía artística” allí donde los ubérrimos modelos de la poesía italiana, heredados de siglo en siglo, comenzaban a enflaquecer. He ahí que una generación de españoles vino a desempolvar aquel arte, agitando aquella misma tradición en la que habían cultivado su sensibilidad. A lo aprendido en los sonetos añadían la vitalidad hispánica de la primera Modernidad, alimentada de Nuevo Mundo; gracias a la cual la música española pudo mantenerse como elemento eminentemente lúdico. Todo, al fin y al cabo, era un juego; los entremeses, los saltos, los bailes, las canciones y todo ello a la vez, desplegado de forma airosa y desordenada, fue un hermoso juego de los jóvenes de aquel tiempo. Como tal, estuvo destinado a desaparecer sin dejar un monumento a la seria cultura de Occidente. Sin embargo, lo que hemos llamado el aire español dejó un legado que entonces no se alcanzaba siquiera a entrever. Probablemente nunca antes la juventud, con su alegría, con sus temas, con su erotismo, había sido tan influyente y respetada en la moderna música europea. Dándole paso a la gran escena, españoles y europeos volvían a reconocer que en todo aquello también podían consistir el arte y la vida ❧
Artículo publicado en Revista de Occidente en junio de 2018 (número 455)