Fahrenheit 451
Cuando yo era niño, se podía ver en televisión, un sábado cualquiera por la mañana, la película de François Truffaut, Fahrenheit 451 –aquella en la que unos bomberos quemalibros son los secuaces de una dictadura de televisión y drogas.
Hoy, veinte años después, hay que verla en adustas salas de versión original.
Salvando la contradicción que vertebra la película; criticar un mundo que vive sólo de imágenes, por despersonalizado e inculto, precisamente haciendo cine (contradicción que sería menos palmaria en la novela de Bradbury que le da pie argumental); salvando, digo, esa contradicción, la primera impresión es la de ser una película viejísima.
Es dificilísimo, casi suicida, imaginar el mundo futuro (que no el futuro de cada uno, dicho sea de paso), y constatamos que nuestro presente era, hace sólo treinta y cinco años, inimaginable. Esa sociedad tan abstracta, esquemática y robótica de Fahrenheit 451, más allá de sus ridículos adelantos tecnológicos resulta hoy una prueba del infantilismo dominante durante aquellos años sesenta y setenta. Sin embargo, la faceta más personal de la película de Truffaut, está vivísima. Los totalitarismos pueden caer, tienen que caer si el hombre quiere serlo –esto no lo veía claro la mayoría en los años sesenta–, pero la estupidez humana y, sobre todo, la humana pereza, no; éstas pueden enquistarse en el hombre hasta el punto que vemos hoy.
No hacía falta inventarse una dictadura ni tontuela como la de Bradbury en su novela de la que hizo la película Truffaut. Bastaba con suponer la posibilidad de la decadencia del hombre mismo, abandonado de sus propias fuerzas, renunciando a ser persona intensamente.
No son los 451 grafos Fahrenheit los que provocan la combustión de los tiranos, sino el hombre desmedrado que los ignora, aunque, cono hoy, se le acumulen a paladas en el quiosco frente a su casa; es el desinterés de hombres y mujeres que han renunciado a la cultura, no sólo a la de los libros, que no es la más importante.
Desaparecidos el campesino, culto y que sabe –sabe a qué atenerse–; las clases populares satisfechas de sí mismas que también saben; y la burguesía culta, aparece una sociedad que llaman de consumo, desarraigada, epidérmica y perezosa. Resulta entonces que hasta una película de aventuras y amores se convierte en un artículo para intelectuales. Y lo que podemos llegar a ver. El lector, el aficionado a los libros y al pensamiento, a la ficción, la fantasía y la historia, se siente muy solo entre los que podían ser como él, pero han renunciado incluso a hablar, y por lo tanto a pensar correctamente.
Como en la mejor escena de la película de Truffaut, aquella en la que el protagonista, quemalibros arrepentido irrumpe en la tertulia de su esposa con un libro abierto en las manos y comienza a leer a esas mujercillas aterrorizadas; ellas sienten asco,, desprecio y amargura ante lo que oyen, porque les hace sentir incómoda, tristes; les obliga a pensar y a cuestionarse y lo consideran intolerable, sintiendo, en definitiva, rencor hacia el libro y hacia el hombre que se lo lee, recordándoles lo que podían ser. Una parte esencial de nuestra sociedad la componen hoy ejecutivos –o aspirantes a serlo– resentidos contra la cultura, como las mujercillas de la película. Esto explica muchas cosas.
De modo que nuestro presente resulta en buena medida mucho mejor que el concebido por Truffaut y Bradbury, pero también peor, porque las causas de nuestros males son más profundas, al encontrarse éstas en la actitud de los hombres y las mujeres, no en regímenes más o menos perversos. Nuestro presente es mucho más complejo que el imaginado en aquellos años sesenta de armazones de hormigón y epidemia de cataratas en el órgano del buen gusto, el sentido común. Las posibilidades son muchas, para bien y para mal ❧
Artículo publicado en ABC el 2 de noviembre de 2000