La libertad de los padres y de los hijos
¿Por qué la sola mención del concebido aún no nacido se recibe con rabia o risas sardónicas? ¿Qué tiene una generación de chicos que vive con miedo y por lo tanto muerde hasta colapsar los “centros de internamiento” para menores que agreden a sus padres? ¿Nadie ha notado que los jóvenes han dejado de escuchar porque no entienden las palabras, carecen del contexto y del por qué? Adolescentes y veinteañeros que huyen de hablar por teléfono si los llaman, y mayoritariamente partidarios de algún tipo de censura.
A los hijos les pasan sus padres pero no son sus padres. El hijo es un tercero, único, irreductible a sus progenitores ni a sus respectivas familias. Luego el problema del aborto no está legítimamente planteado si se olvida que hay una tercera vida humana en juego; la adopción no conlleva diferencias sustanciales con la paternidad biológica; los “vientres de alquiler” resultan una regresión, no solo ni primariamente por el uso del cuerpo de una mujer a modo de fábrica sino porque estamos ante trata de seres humanos: su cosificación, en un materialismo biológico impropio de las creencias de las que presumen sus postulantes.
Los hijos no son de los padres; sino los padres, de los hijos. Los padres no tienen derechos sobre los hijos, sino obligaciones para con ellos. Lo que conlleva que la casa sea de los vástagos, no de los progenitores, con todo lo que esto implica. Mandar es servir.
“La persona no es biología sino biografía”, explica la filosofía de la Escuela de Madrid; por eso si clonáramos a Hitler, podría resultar un ser compasivo. El ridículo debate sajón, “nature versus nurture” (la naturaleza “contra” la crianza), es falso; lo decisivo es un tercer pilar, el que nos hace humanos: la libertad. En ella han de educarse los niños y jóvenes occidentales, a riesgo de dejar de serlo.
Para tener con qué hacerse una vida, el hijo tiene derecho a la herencia familiar y social. No es lo mismo educar a un joven en Corea, Suecia, o en España. La educación transmite un legado: si la persona es biografía, la sociedad es historia: no es comparable recibir el legado de Occidente (hecho de Grecia, Roma, lo judeo-cristiano y lo germánico) a recibir otro o ninguno; o ser hijo de la lengua española, que hablan cientos de millones de personas y es, por sus frutos artísticos, la lengua viva más importante de la tierra. El cosmopolitismo es tan dañino como el nacionalismo: ambos son falsos. De ahí el error de guiarse solo por encuestas educativas internacionales.
El legado de la lengua y su cultura le corresponde al heredero, con independencia de lo que deseen o piensen sus padres, o del capricho de las autoridades, cuyo mandato democrático, por amplio que sea, nunca las legitimará para privar al joven de su acervo cultural. Por eso ha sido intolerable, por parte de los hoy filisteos “partidos constitucionalistas”, haberse conformado con que en algunas regiones se estudiara en lengua española solo si los padres así lo querían: olvidaban que no era un derecho de estos sino de los propios hijos; para padres y autoridades era un deber. Parece que rectifican en los nuevos programas electorales, tras muchas trayectorias personales de muchos truncadas, tras haber dejado que se consolide el abuso.
Los niños y jóvenes han sido la presa con la que se ha distraído a los nacionalistas hambrientos, sin ver que hipotecaban a generaciones enteras y, con ellas, a toda España. Se les cedieron las competencias educativas sin que ahí les importaran a derechas ni izquierdas la libertad ni los derechos de nadie. Tampoco ningún partido en el poder activa como debe la Alta inspección de Educación.
No ha sido lo más grave: la verdadera inmersión lingüística no es la que practican los nacionalistas en las comunidades con lengua propia, sino la que perpetran quienes más se oponen a aquella: la inmersión en la lengua inglesa y la práctica desaparición del español en la educación española, disfrazada de “bilingüismo”; fruto de la ignorancia sobre España y del complejo de inferioridad por ser españoles, también heredado del cateto desarrollismo franquista (si se quiere explicar la crisis de los títulos universitarios apócrifos entre “líderes” políticos, hay que empezar por aquí, y acabar por la purga de profesores que hiciera el PSOE en la Universidad en 1983). Los nuevos programas políticos proponen llevar este dislate aún más allá.
Los alumnos ya son analfabetos en dos idiomas porque no se estudia nada: el inglés se aprende muy mal (si fueran cultos en su lengua, se les podría enseñar inglés en un año, a partir de la adolescencia), y el español va camino de la extinción. Sin poder elegirlo y sin saber lo que les hacen, acaban incapaces de pensarse en su propia lengua, con lo que no se piensan en absoluto. Los jóvenes españoles de hoy viven como emigrantes en un mundo extraño: oyen palabras y referencias, pero no solo es que no entiendan casi ninguna, es que ya no se molestan ni en preguntar; solo trampean y sobreviven, rotos los puentes con más de mil años de cultura en español.
La recurrente infantilización a izquierda y derecha les lleva a debatir la “elección de centro” (antes llamados colegios, institutos o escuelas) por parte de “las familias”. Nadie se preocupa de la verdadera libertad: la de los alumnos, a recibir su legado y elegir. A nadie parece importarle que los alumnos quieran estudiar ciencias y, además, letras, por buenos estudiantes que sean; que a los hijos de padres agnósticos se los blinde contra cualquier referencia a la cultura cristiana, mientras los hijos de los creyentes reciben “clases de religión” que más les valdría no haber recibido (de bachilleres, no conocen ni los Evangelios).
El llamado “fracaso escolar” no es tanto el que algunos abandonen los estudios, como que los buenos estudiantes se gradúen con sobresaliente teniendo dificultades para leer un texto complejo.
¿Dónde están las cifras de los niños –y sobre todo de las niñas– inmigrantes a los que sus padres dejan sin escolarizar, por razones “culturales”, sin que nadie los obligue a respetar los derechos de sus hijos ni los procese?
Lo que nos lleva más allá en la libertad: ¿por qué no puede elegir un joven de catorce años dejar de estudiar?, quizá para retomarlo a los veinte, cuando seguirá siendo un crío; el alargar la edad de escolarización obligatoria no ha sido más que una sucesiva concesión del “político vendedor” al “votante cliente” que es el padre: para que los niños no estorben en casa, no engorden las listas del paro; y que los padres se curen sus complejos: la “titulitis” decimonónica que denunció Rubén Darío en 1900, y que cobró nueva vida durante el franquismo, en su obsesión igualitaria de clase media provinciana; cegados porque sus hijos sean como todos, y vayan a la universidad, aunque la universidad sea un segundo colegio corrupto, su hijo no sepa ni quién es, ni estudiar sea lo que de verdad el hijo busque en la vida.
Se imponen libros infames por culpa de nada oscuros intereses en los colegios, que atentan contra la libertad de cátedra; los alumnos nunca han estado tan asustados como en esta última década sobre lo que “se puede poner” en un examen o qué fuentes citar (de la censura en las oposiciones cabe artículo aparte), hasta el punto de no atreverse a estudiar por un buen libro (o varios) si no es “el que mandan”. El personal administrativo y de limpieza, y los padres deciden pormenores de la vida académica; el maligno sistema que permite a los alumnos evaluar en vergonzante secreto a sus profesores y tener voto en qué porción del programa estudian. No se cumplen los planes de estudio en España, en un fraude masivo que no importa a nadie; solo superado por la corruptela que supone que se copie en todos los niveles educativos, masivamente y con impunidad, incluso con la connivencia de profesores y autoridades. Los padres, que no saben ni pueden saber en la mayoría de casos, deciden sobre las asignaturas de sus hijos. Nadie, a última hora, se hace responsable del desastre intelectual que resulta un bachiller o un universitario en España: si no sabe quién es, ni de dónde viene, ni dónde está, ¿cómo va a elegir con libertad adónde quiere ir?
Ante profesores inanes y padres que se debaten entre la ausencia y la omnipresencia maniática, se diagnostica a miríadas de niños de supuestos síndromes que les impedirían prestar atención y se quiere solucionar con fármacos. Mientras, desde los trece, millones de ellos renuncian a su libertad y lucidez consumiendo marihuana en la soledad de su habitación, destruyéndose la memoria y los “cortafuegos” con los que su psique mantiene a raya la enfermedad mental que a todos nos acecha. La epidemia de drogas conlleva incapacidad crónica de recordar, depresión, esquizofrenia, paranoia, y sus cómplices: masiva adicción al juego, a la pornografía, a cualquier pantalla electrónica, a la autodestrucción: trastornos alimentarios, dependencia sexual y a la opresión a manos de los amantes, a necesitar ser víctimas al tiempo que hacen presa en sus seres más queridos: tolérame todo y yo te lo toleraré a ti pero dime una verdad, hazme una llamada a la responsabilidad y te muerdo.
¿Quieren libertad educativa? Instauren exámenes nacionales exigentes y rigurosos a varias edades clave; que ni los profesores que imparten las clases ni las escuelas donde las dan sean nunca los que examinen, sino unos tribunales nacionales independientes, únicos capaces de habilitar para títulos oficiales; estudien entonces los niños con los profesores que elijan y sin límites máximos. Así era en parte durante la Segunda República, que muchos quieren resucitar en lo que tuvo de fanática, mientras no hablan nunca de su sistema educativo, porque los dejaría en cueros intelectuales.
Las únicas tres herramientas que ha descubierto hasta ahora el hombre para hacerse cargo de la realidad entera y así poder explicarse a sí mismo –el arte, la religión, y la filosofía– han desaparecido de los planes de estudio.
El PP obligó a votar a sus diputados que se anulara la libertad de las menores para abortar, con el argumento de que tampoco podían disponer de su cuerpo para tatuarse o someterse a una intervención quirúrgica. Esta ha sido la más infame traición del PP a sí mismo, llevado por su obsesión de la “elección de los padres” (ahora lo dulcifican diciendo “de las familias”), como si el niño fuera una parte del cuerpo de la madre, y el aborto, como horadarse la nariz. En la educación, creen poder escapar de los males en colegios y universidades privadas; insensatos: hace décadas que desertaron de las artes, la enseñanza, la caridad (ahora llamadas ONG), la industria del entretenimiento. Mientras, los enemigos de la libertad las hicieron suyas.
El PSOE es el mayor culpable de la desigualdad en España en las últimas décadas porque solo mediante una educación exigente se logra la igualdad verdadera; y esta educación ha de ser libre, basada en el mérito, limpia, personal y social: de vuelta en el Gobierno, insisten de nuevo en bajar el listón.
De la “nueva política” no cabe decir nada mejor, porque solo han sabido exacerbar el sesgo más delirante de ambos lados, trufado de mercadeo electoral .
¿Extraña entonces que todos miren para otro lado ante la epidemia de las drogas, de miedo, de fanatismo, o de su vaciado, la indiferencia? La libertad está en juego, sí; pero nadie sabe ya lo que es ❧
Artículo publicado en El Asterisco el 25 de abril de 2019