La nobleza española y los bailes populares en los siglos XVI y XVII
Resumen:
Los maestros de danzar del Siglo de Oro distinguieron las «danzas», solemnes y aristocráticas, de los «bailes», más libres y plebeyos. Sin embargo, la historia demuestra cómo esta diferencia fue variando con el tiempo, de modo que algunos bailes de baja cuna terminaron siendo prestigiosos. A través de la novela, el teatro y algunos documentos de archivo, trataremos de demostrar cómo las preferencias artísticas de la nobleza y las grandes instituciones fueron fundamentales para el triunfo de los bailes populares en la España barroca.
Palabras clave:
Danza española, danza del Siglo de Oro, bailes del Siglo de Oro, maestros de danza, cultura popular de la Edad Moderna, aristocracia, nobleza, historia cultural.
Índice:
La honestidad y la desenvoltura
El oficio del gusto
La desenvoltura honesta
La monarquía y la Iglesia
Los maestros de danzar
Conclusión
Mientras las formas del gobierno o la hacienda han permanecido estables, sujetas a sus funciones, las formas de bailar se han ido encarnando de las variaciones más sutiles de cada generación. De ahí que la disección historicista de la danza, petrificada en un momento aislado, nos prive de su genuina sustancia histórica, que está precisamente en el movimiento. A todo amago de reconstrucción, siempre ansioso por los datos y cifras, se le escapa la región invisible de creencias y estimaciones desde las que las que vivía el hombre en otros tiempos, que le hacían ver en el baile algo distinto de lo que hoy vemos. Por eso la auténtica fidelidad histórica comienza por renunciar a este trato abstracto e inmediato con el pasado [2].
Los bailes más originales del Siglo de Oro fueron aquellos que cambiaron de prendas, saltando del aduar gitano a la casa señorial: la zarabanda o la chacona sortearon todas las estructuras en apariencia inamovibles, desvelando una región distinta e irrenunciable de la historia. El problema es que aún se las tiene por anomalías, desprovistas de peso histórico: lo importante de aquellos tiempos sigue pareciendo la separación estamental entre los bailes del pueblo y los de los privilegiados. La lengua de los siglos XVI y XVII distinguía la propia «danza», grave y aristocrática, del baile, más libre y plebeyo [3]. El error ha sido concebir esta diferencia abstraída del tiempo, como si el «baile» y la «danza» hubieran sido dos tipos de movimientos fijos, porque esta fijeza, desprovista de pasado y porvenir, sólo es posible en las páginas de un tratado. Basta devolverlos a la cambiante realidad histórica para ver que no pocos «bailes» acabaron figurando entre las «danzas», y cómo su distinción no obedecía a tipos de movimientos, sino más bien de maneras de estimarlos –lo grave y lo desenvuelto, lo noble y lo vulgar–, sujetas a cambiar cada cierto tiempo. La misma forma de moverse pudo ser, en el mismo momento, censurable para el abuelo, fascinante para el hijo y una antigualla para el nieto.
Los influjos de la zarabanda o la chacona, no fueron contingencias curiosas, sino que radicaron en estos cambios estimativos de gran relevancia histórica. No hay dominio sin un dejarse dominar: sobre las constantes corrientes populares actuaron siempre las inclinaciones cambiantes de las minorías aristocráticas, que dominaban las formas ejemplares de vida [4]. Bien distinta fue la inspiración pastoril del Renacimiento, más o menos abstracta, de la imitación directa y consciente del majismo dieciochesco. La llegada de bailes de baja estirpe a los palacios españoles del siglo XVII fue un fenómeno que no puede ventilarse con unas cuantas leyes generales, ni puede imaginarse sin la licencia de las instituciones vigentes, como la Monarquía o la Iglesia. Es preciso esclarecer por qué en aquel preciso momento los más ilustres se fijaron en los bailes de los rufianes y las gitanas, rastrear los caminos concretos por los que pudieron conocerlos y dejarse cautivar por ellos.
La honestidad y la desenvoltura
El buen nacimiento, el prestigio y el danzar iban juntos en los siglos XVI y XVII. No es riguroso aislar cada uno de los términos, como si la danza hubiera sido adorno, o peor: mero instrumento para justificar riquezas y privilegios. Esta inclinación utilitaria, común en nuestro tiempo, empece de primeras la visión de una época dominada por los ideales –sólidamente unidos– de la nobleza, la virtud y el honor [5]. Los ejercicios y las competiciones caballerescas –también danzadas– estaban en la raíz: eran la forma primera de la vieja cultura aristocrática [6], pues la virtud contaba como dominio de uno mismo tanto como la exigencia de demostrarlo [7].
El danzado era antes que nada una escuela para moldear la figura hermosa y el buen caminar que se exigía a las damas y los caballeros [8]. Pero no podemos olvidar que bajo esta coraza normativa sobrevivía encendido un núcleo de juego y competición. Todo el espíritu caballeresco de las justas y torneos, pero también de afrentas y duelos personales, pervivió en España hasta bien entrado el siglo XVI, y aún más tarde, cuando el paladín hubo de reducirse a cortesano [9]. La danza iba acompañada, y a veces mezclada, con las armas y otras pruebas de fuerza. A pesar de huérfano y alejado en las Indias, Andrés de León no perdía de vista aquellos ejercicios que le correspondían como a noble frente al «plebeyo vulgo y oficiales»: además de «airosísimo danzarín a usanza de Italia», se entretenía levantando sillas, cargándose a las espaldas amigos y caballos, saltando tapias, y hasta torciendo rejas. No anduvo solo en esto: basta asomarse a las memorias de la época para observar que danzar estaba cerca de saltar, trotar y romper [10]. Rodrigo Caro advirtió cómo los antiguos griegos y romanos diferenciaban el baile vulgar de la danza «útil para el ejercicio del cuerpo» [11], y esto no había quedado en ruinas: no era raro que un capitán decidiera avezarse danzando para luego andar más diestro en la batalla [12]. El gran espadachín Luis Pacheco de Narváez recomendaba añadir una suela de plomo a los zapatos tanto para danzar como para esgrimir: con ello los caballeros conseguirían ser «sueltos y ligeros de pies, fuertes de piernas y robustos» [13].
La danza ilustre no era, por tanto, un baile maniatado por un prurito de distinción, ni de un tipo de movimientos –terreno siempre incierto–: es que era un fenómeno radicalmente distinto. En él se sentía aún una forma de vida heroica: sólo de ahí venía el prestigio social y el estilo de los movimientos. El esfuerzo y la tensión –disimulada para no empañar la natural calidad aristocrática– dejaban el placer en segundo plano, pero no excluido. Podían infiltrarse algunas delicias: la mayor era sin duda el encuentro de los sexos. María de Zayas ha descrito en una de sus novelas cómo un don Diego aprovecha «el tiempo que duró el danzar una gallarda» para acercarse a su amada y susurrarle: «Señora mía, yo os adoro» [14]. Pero es de notar que la danza aristocrática no se mezclaba propiamente con los apetitos eróticos, sino que se ofrecía como un uso más del amor noble y sacrificado [15]. No había lugar para las travesuras que podían pasar en una reja o en una huerta solitaria.
En cuanto pasaba a ocupar el centro, el placer acababa escamoteando el sentido auténtico de los juegos caballerescos. De hecho, la región que quedaba fuera de la danza elevada era concebida como el dominio del gusto a rienda suelta. Entrado el siglo XVIII sacar a colación deseos y apetitos seguía pareciendo una chocarrería que podía convertir de golpe a los caballeros en pícaros [16]. Estos últimos habían abierto otro camino: dejar llevar la vida donde soplara el viento del gusto, aferrándose al propio provecho y tirando la virtud por la borda. La invitación a gozar de los placeres incurría de alguna manera en esta contrafigura del hombre esforzado. La molicie y la sonrisa picaresca van juntas en el símbolo de las sonajas y los cascabeles: como los que agita el propio Guzmán de Alfarache en el grabado de Justina, pero también los negros de Lisboa y la tondue d'Espaigne, un tipo de juglaresa que se percibía como típicamente española en la Europa de mediados del siglo XVI (véanse figs. 1 y 2). No en vano las «danzas de cascabel» eran otro nombre para los bailes hechos «para gente que puede salir a dançar por las calles» [17].
Si la danza académica se armaba sobre el ejercicio de las piernas, el gesto espontáneo del baile por placer llamaba a las manos y a la castañeta. Este hecho comenzaba a dar la idea de un estilo propiamente español: «En cada nación ay differentes maneras de baylar: los de España baylan con castañetas; en Italia más armonía hazen con el cuerpo y pies que con las manos» [18]. Bastaba con los dedos, pero había varios instrumentos para acompañarlos, entre los que triunfaron las propias castañuelas, que los buhoneros de Madrid vendían como cualquier otra mercaduría en 1627: las había blancas y negras de boj, solo blancas o negras finas, de menos a más caras [19]. Para la pícara Justina, las castañetas eran la expresión repentina del gusto alegre en el baile, como la risa que le retozaba en el cuerpo [20]; no muy distinto es lo que sentía don Diego Duque de Estrada cuando «cantaba mi libertad con las castañetas de las manos» [21].
Si la danza era de origen aristocrático, no sería tan justo asociar los bailes más desenvueltos con el común del pueblo, sin más precisión. Cuando miraba por su honra, también el vulgo prefería los pasos decentes de la danza. Por otro lado, parece inconcebible la vida noble sin los placeres, por mucho que se racionaran; de hecho, es posible que las prohibiciones de algunos bailes trataran de frenar –siempre ineficazmente– su propagación entre los bien nacidos [22]. Va pareciendo claro que la diferencia entre danzas y bailes radicaba en valores irreductibles a los estamentos: en el fondo, todos estaban llamados a la honestidad. Seguir el gusto, sin importar dónde ni cómo, aquella vida bona de la chacona, era patrimonio de los descarriados.
El oficio del gusto
Los bailes y las canciones del pueblo no eran todavía los vestigios lejanos que buscaron los románticos: estaban en palacio. Tampoco eran la emanación de un vago espíritu colectivo, sino que los traían hombres y mujeres bien reconocibles. Por muy envarados que vivieran, los aristócratas no desterraron aquel mundo del gusto desenvuelto: más bien lo delegaron en un oficio de la casa, como otros tantos servicios necesarios en los que no podían ocupar sus propias manos. Las canciones, la poesía y los bailes que llamamos populares no son los opuestos a la aristocracia, sino los que nacieron de este comercio de placeres que en la edad moderna seguía reuniendo a nobles y plebeyos [23]. Los cantantes y los bailarines que llegaban a los palacios no sólo eran los intermediarios: encarnaban las mismas corrientes populares; sin el encanto personal de los artistas y el aliento de las minorías, los bailes no eran propiamente populares; quedaban sólo a merced del vulgo, expuestos a innumerables rehechuras más o menos afortunadas, pero que acababan por difuminar su carácter: como las canciones y los versos, pasaban a ser tradicionales [24].
Los ritmos que empezaron a causar revuelo a finales del siglo XVI no nacieron en círculos prestigiosos, pero tampoco en el sustrato tradicional. Desde el comienzo aparecieron asociados a una caterva bien vistosa: la jácara, el escarramán o el rastreado venía con los rufianes y sus rameras; el zarambeque, el ye-ye, o el guineo con los negros; la zarabanda y la chacona con una sarta de indianos, gitanos, mulatos, mozos apicarados y una mezcla de todo lo anterior [25]. La propia plebe debía de distinguir bien a estas personas, y no sin recelo: cuando el esclavo indio Alessio de Cotto cantó la zarabanda por las calles de Toledo en 1593 los primeros escandalizados no fueron prelados ni caballeros, sino unas humildes vendedoras de nieve [26]. En las aldeas había también viejos cantares deshonestos, pero los nuevos bailes pasaban los límites de la cazurrería tradicional [27].
Lo que llegaba no eran los bailes de las gentes comunes, sumidas en la intrahistoria: eran los propios de los «desgarrados», es decir: los que habían roto sus vínculos, bien fuese con el terruño –negros, gitanos– las normas honestas –rameras, rufianes– o de la familia –pícaros, mozos y ganapanes– [28]. Esta condición se hacía patente en el baile: Gonzalo Correas percibía en las seguidillas un tipo distinto de «gusto i placer», que correspondía a los que «vida libre sin lei, i su furia, i siguen i las casas públicas, i aún porque son seguidos y perseguidos de la justicia» [29]. Los nuevos bailes eran ante todo la expresión de la vida libre y airada: por eso hacían vistoso contraste en un mundo de obligaciones y ataduras de toda clase.
La distinción no es baladí: las tradiciones silenciosas de la aldea no dejaron de ser observadas y recreadas por la aristocracia, pero siempre en géneros más o menos abstractos y cultos [30]. En cambio, los desgarrados traían el rostro distinto, las vidas concretas que podían llegar a influir en los palacios: bien mirados, los gitanos, los negros y los rufianes no andaban tan lejos de los juglares. Desde hacía siglos, el oficio de dar alegría y solaz a los señores había sido un cobijo para los que estaban fuera de los vínculos tradicionales, ya fuese por condición o por vocación: mucho antes de la zarabanda, las soldaderas ya eran famosas por sus bailes y vidas licenciosas. A finales de la Edad Media, cuando la parte culta de la juglaría se fue solemnizando en la música profesional, la parte más picaresca no murió, sino que continuó en tiempos modernos con los bufones y los hombres de placer [31]. Estos compartían con los nuevos bailes los terrenos de la desmesura en el gusto y aquella vida sin estado, «en tierra de nadie» [32]. Por eso ellos fueron los primeros en contagiarse. Cuando el «guineo» no era aún un baile popular, Felipe II comentaba cómo su loquilla, Magdalena Ruiz, «hacía ventana» muy atenta para ver bailar a los negros de Lisboa [33], y cuando quisieron llevar a la gitanilla Preciosa a bailar delante de los reyes, ella misma se lo temía: «querránme para truhana» [34].
Este oficio del gusto viene a recordarnos que había un lugar para los placeres desordenados en la misma vida aristocrática, y, por tanto, un camino abierto a la zarabanda y toda su estirpe. Nada hay de sorprendente en que los nuevos bailes llegaran a las grandes casas españolas: ya se les esperaba, como a otros tantos disparates que dieran que reír. El cambio estuvo en su modo de estar; a partir de cierto momento, el mundo del gusto comenzó a rezumar fuera de los límites nítidos que se habían puesto: los señores comenzaron a hacer suyo lo que hasta el momento estaba reservado a la bufonería. Al principio parecía una broma de mal gusto, por eso a Cervantes le parecía un caballero «se hace chocarrero» si se preciaba de «que no hay quien como él sepa bailar la chacona» [35]. Lo cierto es que no sólo se imitaba, sino que en la chacona comenzaba a descubrirse algo estimable, que muy bien podía sobrevivir depurándolo de las carcajadas y los demás componentes picarescos. La novedad no estaba tanto en los bailes como en la manera de mirarlos; no eran las cosas –siempre habían estado allí–, sino los hombres.
La desenvoltura honesta
La gitanilla es el mejor símbolo de la nueva época que comenzaba en los últimos años del siglo XVI. Vemos llegar por las calles de Madrid los bailes desarrapados de las afueras; el naciente público barroco los recibe, y descubre algo nuevo en ellos: el baile de una de aquellas gitanas parece más noble, más elevado, sin perder por ello la gracia. De hecho, Preciosa resulta ser una noble dama, pero no le iba tan mal el disfraz de gitana. No quiso ser truhana –«no lo sabré ser»– porque no había nada de malicioso en sus gracias. Era gran bailadora de «villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas»; cantaba con las sonajas en la mano, «al tono correntío y loquesco», pero no consentía las letras más descompuestas. «Era algo desenvuelta; pero no de modo que descubriese algún género de deshonestidad». Una honesta desenvoltura: he aquí lo que se iba descubriendo poco a poco en los bailes populares. En manos ingenuas, los gestos gustosos no llevaban fatalmente a la vileza; en la misma zarabanda había una nobleza posible, hermosa y verdadera [36].
Antes de su gran extensión a través del corral de comedias, el baile, como la música y la poesía popular, tuvo que irse desprendiendo de lo que tenía de vulgar o de mera bagatela, para desvelar su verdadera sustancia artística [37]. Esta primera transformación de las estimaciones suele pasarse por alto, pero fue un fundamento necesario del espectáculo barroco. Lo más importante es que no pudo germinar en la masa informe, sino muy especialmente en las minorías. Más exactamente, en un grupo de aristócratas y poetas que comenzaron a hacerse notar hacia 1580 [38]. Los jóvenes nacidos en el reinado de Felipe II tenían sus propios hartazgos y anhelos, de modo que cataron en el mundo del gusto algo distinto de lo que habían catado sus padres. Los truhanes y otros placeres de la mocedad, que siempre habían sido un peligro para los nobles –también para el propio Rey– [39], les tocaron más hondo: no sólo les dieron risa y un mundo patas arriba, sino también la sensualidad y la llaneza que deseaban en el arte. No lo descubrieron en el escritorio, sino en las calaveradas que abundaron por aquellos años. Aquel mundo, que seguía siendo bajo y picaresco, sólo podía conquistarles por los caminos más irracionales: fue un descubrimiento sentimental. Pero pronto pasaron a expresarse en los términos de la cultura: el propio Lope defendía que lo estimable del estilo popular era su facilidad y su gracia naturales, los altos valores de la aristocracia, opuestos a la afectación y el artificio aprendidos [40].
La nueva interpretación de los viejos ideales nobiliarios cambió la clásica gravedad española por una versión más desenfadada, pero igualmente prestigiosa y ejemplar. Una vez incorporados, los géneros populares adquirían una modalidad más alta. Ya en tiempos de Felipe III los aristócratas y el propio Rey habían hecho suyas la guitarra y la comedia nueva. Algo parecido debió de suceder en la danza: los invitados a las bodas de los nuevos monarcas en 1599 se regocijaron viendo las condenadas zarabandas y chaconas, y las folías que bailaron con sonajas los propios músicos reales [41]. No es descartable que los aristócratas comenzaran a contagiarse de los zarabandistas, por mucho que los tratados lo negaran –también Cerone negaba que gustasen de música cuando ya andaban con la guitarra en mano–; pero todo debió de quedar en la estricta intimidad:
MÚSICO 2: También danzan las reinas en los saraos.
MADRIGAL: Verdad; y a solas mil desenvolturas,
guardando honestidad, hacen las damas.
Poco importa el momento preciso en que los aristócratas se permitieron entrar en los bailes de cascabel: ocurrió sin que nadie pudiera verlo. La cuestión es que las nuevas preferencias estéticas habían elevado a los mulatos, negros y gitanas a la vida artística, ya sin la mediación de los bufones. La historia del ascenso del rastro, la jácara o la zarabanda a los palacios no se entiende sin este hallazgo de finales del siglo XVI: la honestidad posible en la desenvoltura. Las cartas del conde de Gondomar, don Diego Sarmiento de Acuña, nos muestran cómo algunas escenas como las de La gitanilla no son fantasía: fueron bien reales y conquistaron a toda una generación. Sabemos que hacia 1600, mientras era corregidor de Toro, Gondomar trató con unos gitanos que se ofrecían a organizar las fiestas de la Resurrección. Años más tarde, trasladado a Londres como embajador, sabemos que el conde cantaba y bailaba «aquellas coplas de gitanas» [42].
La monarquía y la Iglesia
La zarabanda o la chacona no se entienden sin el concurso de las gentes dispares y desarraigadas, sin la acumulación de los placeres, sin las licencias de la anonimia y, al fin, sin la concurrencia de todos estos factores en las ciudades. Los nuevos bailes españoles fueron fenómenos de mayorías [43], propios de los escenarios urbanos, pero esto no quiere decir que fueran fenómenos de masas o de medianías. En el corral de comedias la aportación de la plebe se cruzó con las inclinaciones genuinas de las minorías cultas. Basta levantar la vista para advertir que la participación de los aristócratas fue uno de los rasgos más originales de los bailes españoles: durante los siglos XVI y XVII en no pocas regiones de Europa ya se estaba consumando la primera gran retirada de los estamentos superiores de la vida popular [44]. Con el hiato de 1580, la vida española consolidó una tendencia opuesta: lejos de seguir menguando en el periodo italianizante, los influjos populares volvieron a arreciar, ensanchando sus dominios.
Aunque empezaran haciendo algo de ruido, las inclinaciones de la aristocracia española del último siglo XVI eran herederas fieles de las vigencias tradicionales. En las ciudades se hace patente cómo la Monarquía y la Iglesia, contra lo que se ha pensado, habían dado licencia a los bailes populares. No olvidemos que las tan citadas diatribas de los moralistas no reaccionaban en general contra los bailes lascivos, sino muy especialmente contra la franquía con la que habían entrado tanto en las fiestas religiosas como en los teatros públicos, dependientes del Rey [45]. En la época de las grandes reformas, que amenazaron con desterrarlas, la Iglesia española terminó por salvar las danzas como había hecho con la música del culto [46]. Con esta licencia, los nuevos bailes se fueron dejando ver en público: ya en la década de 1570 una mujer –y mulata–, la portuguesa Leonor Rica, capitaneaba las danzas del Corpus Christi de Sevilla [47].
A José de Pellicer y a otros muchos no dejó de parecerles que las danzas de cascabel entraban algo «bárbaramente» en las fiestas solemnes [48]. Pero ante ellos encontramos la opinión, ciertamente dominante, de quienes juzgaban «escusado el notar de bárbara a Hespaña por este uso, porque el cristianar los festejos gentílicos es cosa mui de la cathólica policía» [49]. Antes que desterrarlos, predominó la idea de que bastaba con regular los bailes y los cantares populares y reducirlos a un lugar decoroso. Bajo los aspavientos y las ideas sobre el oscurantismo de la sociedad confesional del barroco, vemos prevalecer de nuevo la idea de que había una honestidad posible en los bailes más sensuales. El propio Pellicer se desengañaba: poco cabía esperar que se reformasen estas costumbres si los propios sacerdotes componían y ensayaban bailes para los teatros [50]; al fin y al cabo, también era clérigo Quiñones de Benavente, el más genial inventor de bailes y entremeses.
Aún con los riesgos que traía para las solemnidades, la sanción de la Iglesia fue de enorme importancia en la vida artística de todo el mundo hispánico, pues garantizó una continuidad y la licitud fundamental sin las que no se entiende su elevación a manos aristocráticas. Los bailes que amparaba la religión fueron fenómenos verdaderamente generales, que llamaban universalmente a todos los fieles. Un observador italiano describía cómo en la fiesta de la Asunción de 1633, los madrileños hacían corros al son de panderos y castañuelas dentro de la propia basílica de Atocha [51]. Y Rodrigo Caro reparaba en cómo esta clase de corros, que en principio eran cosa de la «media plebe», se habían ensanchado a todos los estados:
que tengo por imposible haber oído semejante ejemplo en ningún siglo; pues vimos en muchos de estos corros juntos príncipes, grandes, hombres de todas suertes, mujeres, niños y doncellas, siervos, libres […][52].
En la corte, esta fiestas religiosas y romerías para las gentes de toda condición consagraron algunos lugares famosos por sus bailes: es el caso del Prado, el Sotillo de Manzanares y las riberas del río en la fiesta de San Juan. En algunas escenas de comedia y en un puñado de pinturas se ven aún las carrozas desde las que los señores acudían a ve ver los bailes alegres del pueblo (véase fig. 3).
El baile estaba llamado a tomar los tablados. Y a última hora, los cimientos de la vida teatral fueron obra de la Monarquía, con sus instituciones, su estabilidad y el establecimiento de la capitalidad: también con el favor personal del Felipe II. La extensión del nuevo teatro comercial encarna precisamente todo el signo de la época, pues también él nacía de un cruce entre la corte y la plebe [53]. Los meneos de las comediantas dieron siempre que pensar, pero no se hizo todo por erradicarlos: en tiempos de Felipe IV, fray Hortensio Félix Paravicino ya no osaba censurar del todo las comedias, ni siquiera en su arrebato más rigorista, porque «sería dura cosa a las delicias de España» [54].
Los nobles y aristócratas no sólo recibieron los bailes de soslayo en el corral: como el resto del público, debían de considerarlo el encanto principal de los espectáculos. De ahí que contrataran a las compañías de comediantes para que bailaran en sus casas. Los bailes entremesados que comenzaron a triunfar desde la segunda década del siglo XVII son la mejor expresión del cruce de las academias cultas con la inspiración popular [55]. En ese preciso momento, encontramos que algunos de los más famosos titulados de la Monarquía hispánica trazaban ya ellos mismos algunos bailes teatrales. Durante su virreinato napolitano, el duque de Osuna dejó una letrilla de su mano, dedicada al baile «menudico» que hacía una niña que encantaba con sus manos [56]. Don Pedro Fernández de Castro, el famoso conde de Lemos, que fue en sus ocios comediógrafo, había incorporado ya todo el nuevo lenguaje de los tablados. Su comedia de La casa confusa, que hizo representar ante los Reyes en 1617, acababa con una zarabanda; organizó también varias «máscaras y mojigangas» donde no faltaron escarramanes de «pendencias avalentadas», seguidillas de «carretería, rastro y pipironda» y demás bailes «mezclando pasos de dançar de cuenta entre alegres bailes de castañuelas» [57].
Los maestros de danzar
En los Discursos sobre el arte del danzado de Juan de Esquivel, de 1642, la escuela de danzar ideal aparece como una reunión ceremoniosa y retraída del mundo: no se toleran gestos espontáneos ni conversaciones; las mujeres quedan apartadas en una tarima –«que no estén con los hombres»–; las danzas de cascabel no se contemplan siquiera [58]. Lo cierto es que el propio Esquivel se desmiente: también él bailaba jácaras, zarabandas o chaconas; eran bailes ya ennoblecidos, pero ni al más desmemoriado se le ocultaba que todas ellas habían empezado como esas «chapadanças» que tanto despreciaba. Aún ciñéndonos a sus términos más estrechos, el tratado no se basta a así mismo; exige tener en cuenta que la danza académica y aristocrática había convivido promiscuamente –y lo seguía haciendo– con los bailes populares.
En la vida, fuera del tratado, los maestros de danza se ajustan siempre a esa posición medianera entre la plebe y la nobleza, compartida con la gente de placer e incluso con la alcahuetería. Tuvieran o no abierta su propia escuela, solían introducirse en las casas; allí se ocupaban sobre todo con los mancebos, y también con las mancebas, en un momento donde no abundaban los encuentros a solas. Tratando de música y del cuerpo no sorprendería que les cercaran los apetitos del amor: esos que la danza honesta quería desterrar. En 1630 una rica familia de Burgos denunciaba cómo el maestro de guitarra Juan de Portal, que «entrava y salía de su casa», aprovechando la «confianza que ordinariamente se hazía de semejantes maestros», había convencido a la joven primogénita de que se casara con él, con la ayuda de una criada «tercera» de los embelecos [59]. La novela y el teatro introdujeron varias historias de maestros de danzar o tañer que se adentraban por caminos escabrosos con sus alumnas: es el caso de Rutilio, el bailarín italiano experto en grandes saltos que termina en los Trabajos de Persiles y Sigismunda por un desliz con su discípula: «entré a enseñarla los movimientos del cuerpo, pero movíla los del alma» [60]; también el del propio Maestro de danzar de Lope, el mocito barbero del Marcos de Obregón [61] o el de Jorge Voto, que Rodríguez Freyle nos pinta altercando la Nueva Granada con su vihuela y su espada en la segunda mitad del siglo XVI [62].
Esquivel prefería que el maestro tuviese su propia escuela abierta y que no anduviese por casas, no digamos por bodegones o tabernas [63]. Pero ni siquiera la escuela estaba libre de tentaciones. Entendemos que eran frecuentes para Antonio de Torres, músico con escuela de danzar en Madrid, que en 1570 opinaba que era «imposible detenerse un hombre ocho días sin tratar con mujer», y tuvo que comparecer ante la Inquisición por sostener que no era pecado mortal «echarse con una mujer soltera» [64]. En cierto modo, las escuelas eran un tipo de ocio nocturno al que acudían los jóvenes sin más acompañamiento que los amigos: «que muchos hijos de familias, con ocasión de yr a la escuela a dançar, quieran o no sus padres, salen de sus casas a abrasar la ciudad» [65]. Algo así hicieron un grupo de muchachos y oficiales en el Toledo de 1550, que por «hazer burla del maestro» Juan de Villegas, entraron embozados «haziendo barahúnda» en la escuela y fueron al puesto donde se danzaba; allí hicieron «caballitos con la espada» y «coscojitas»; remataron la travesura lanzando unos melocotones a la vela que iluminaba la sala [66]. Piezas más peligrosas podían pasar por la escuela: cuando don Diego Duque de Estrada estaba en el abismo de sus peores años, hecho un valentón y revuelto con una «mujer ordinaria», no abandonó los «juegos de armas y escuelas de danzar, adonde yo siempre acudía y lucía» [67].
Todo este ambiente desordenado no tenía prendas para eternizarse en los tratados, pero está claro que rodeaba el mundo de la danza y llegó a aportarle cierta vitalidad conforme se acercaba el siglo XVII. El propio Esquivel sólo reconocía un puñado de maestros académicos y se quejaba de que esos otros –los que «andan con la guitarrilla debajo de la capa»– amenazasen con ir ocupando su lugar con sus bailes descompuestos:
por aver tanta cantidad de negros y otros hombres de baxa suerte, que quieren honrar sus personas, y sustentarse, y dar luzimiento a ellas con el dançado, en descrédito del Arte [68].
Ni siquiera los maestros de danzar que entraban en su estrechísimo círculo aristocrático –cuenta sólo un centenar para toda España– estaban libres del torrente popular que iba creciendo. Uno de los más prestigiosos, Francisco Cerdán, tuvo un discípulo de la jacarandina: el propio don Diego Duque de Estrada [69]. Otro de los elegidos, Pedro Vergel, apareció dando mucho que reír en una fiesta muy sonada de 1627, haciendo su parte en una escena de boda aldeana, entre «adufes y zapatetas» [70].
Vemos cómo el maestro de danzar ilustre pedía que se hicieran «meneos» con «alma y sainete» en el baile del rastro, pero a última hora prefería olvidar el origen de este baile y abjuraba de lo más auténtico que llevaba. Tales contradicciones no procedían del un espíritu aristocrático, sino más bien de ciertos melindres del gremio que los llevaban a distinguir obsesivamente su noble oficio del de los «mequetrefes» callejeros. Aunque haya dejado más pistas, este mundo escolástico no debería tomarse como epítome de la época; en realidad se encontraba esquinado. Aquellos maestros de danzar estaban llamados a ser caballeros, ajustándose a los ideales aristocráticos y a separarse de los bailarines corrientes, pero he aquí que los grandes señores, sobrados de distinción, empezaban a aplaudir la gracia de los negros.
Conclusión
Un artista de la Corte, Francisco de Barrera, ha pintado los bailes de su tiempo (véase fig. 5) [71]. Cuatro galanes y cuatro damas bailan en media luna, van sorteando los arriates del jardín; casi todos abren y levantan los brazos, repicando las castañuelas; el primero lleva la guitarra, como los comediantes, y la segunda agita una sonaja, el viejo símbolo del gusto. El corro lo cierra –en realidad lo lleva– una pareja de negros; él con libreas bien distintas, ella tocando un adufe. Ahora entendemos los miedos de Esquivel: sólo en segundo plano, al lado derecho, un hombre que tañe un violín podría hacer la parte del maestro de danzar. Le acompaña de cerca un arpista. Al fondo, las gentes noveleras se asoman a los balcones. No es más que un ángulo del cuadro: estos bailes no eran más que unas niñerías, unas alegrías pasajeras de primavera; todavía no ocupaban el centro, como harían un siglo después. Pero allí, entre las ramas de un árbol, se escondía un cambio profundo.
Ya tiempos de Felipe IV, la danza noble llevaba las señas de haber retozado entre los desgarrados, la comedia y las fiestas populares. Don Francisco de Portugal, el maestro de las galanterías de aquel tiempo, pinta las mismas mujeres que Francisco de Barrera: eran mujeres sin tantas «severidades», que en día de fiesta se permitían «este poco de profanidad»: «bailar una capona en fraldellín y vaquero corto, sombrero de plumas, con castañetas» [72]. Una de aquellas mujeres, Mariana de Carvajal, introduce en sus novelas a un galán que divierte a sus amigos –todos «de lo más luzido» de Toledo– con «un bayle mandingo a lo negro, con todas sus circunstancias»; allí mismo bailan varias caponas, pero les gustan más las que se hacen con «donaire y gravedad» que las que se desparraman en alusiones sexuales [73].
La nobleza parecía ir domando los bailes populares con sus palabras: acaso pasaban a llamarse «danzas», y no nos debiera extrañar que se aplaudiera una capona por grave. Si lo fiáramos todo a un solo sarao, como si no trajera pasado y trascendencia, nos sentiríamos tentados a decir que nada había cambiado: seguía habiendo una casta de danzas elevadas, distintas de las más vulgares. Pero un mínimo de perspectiva histórica nos enseña el verdadero movimiento: lo que ahora se estimaba alto y señorial habría sido, tan solo unos años antes, cosa de bufones. No es que los bailes populares se hubieran desvestido de su ser original para ennoblecerse, es que los nuevos hombres los estimaban ahora nobles.
Aquella región sentimental que se venía relegando en un oficio vil venía conciliada con la honestidad en la nueva sensibilidad aristocrática. Pese a que sea menos conocido, este ensanchamiento hacia la sensualidad y la alegría en el baile fue, con la ortodoxia religiosa y el honor, parte esencial del «modelo de humanidad» nacido en la España del primer siglo XVII [74]. Este tipo aristocrático tuvo que decaer, pero irradió aquella fórmula de desenvoltura, ya dignificada, sobre la música y la danza. Visto así, en el movimiento que le corresponde, el binomio de la danza y el baile no se nos revela como una separación, sino más bien como una relación cambiante que culmina en una síntesis de enorme relevancia en la historia del arte español ❧
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Notas
[1] Este estudio es parte de las actividades del grupo de investigación de la Universidad Complutense de Madrid «Virtuosa pars. Política y cultura de las élites ibéricas en la Alta Edad Moderna (siglos XVI-XVII)» (Ref. 970759). También se enmarca en el proyecto «Las prácticas culturales de las aristocracias ibéricas del siglo de oro: en los orígenes del cosmopolitismo altomoderno (siglos XVI-XVII)». Entidad: Ministerio de Ciencia e Innovación (ref. ª PID2020-113906GB-I00). Se usan las siguientes abreviaturas: Biblioteca Nacional de España (BNE), Archivo Histórico Nacional (AHN), Archivo de la Real Chancillería de Valladolid (ARCHV), Real Biblioteca del Palacio Real de Madrid (RB) y Archivio di Stato di Firenze (ASF).
[2] Esta idea de la fidelidad histórica es la que lleva defendiendo sobre las tablas la compañía de teatro For the Fun of It desde 2014. A ella y a su director, Antonio Castillo Algarra, se debe buena parte de lo que aquí se dice.
[3] Sobre las flaquezas de este esquema véase Carmen GARCÍA-MATOS ALONSO, «Una polémica en torno a las danzas de cuenta y los bailes de cascabel de los siglos XVI y XVII», Nassarre: Revista aragonesa de musicología, 12 (2), 1996, p. 121-134 o Lynn M. BROOKS, The art of dancing in Seventeenth–Century Spain, Lewisburg: Bucknell University Press, 2003, p. 122 y ss. Más adelante citaremos la edición original del tratado de Esquivel que Brooks transcribe en su libro.
[4] Hablamos aquí indistintamente de la nobleza y de las minorías aristocráticas: no nos referimos, por lo tanto, al círculo mucho más estrecho de alta nobleza al que solemos reservar la palabra «aristocracia», sino en general al estamento superior y los valores nobiliarios influyentes en la danza.
[5] Huizinga, quien precisamente daba por superada la tiranía utilitaria, explica esta unión original de la vida arcaica. Johan HUIZINGA, Homo ludens. El juego y la cultura, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 86.
[6] Véase Johan HUIZINGA, ibid., p. 67 y José ORTEGA Y GASSET. «Sobre el origen deportivo del Estado», in: id., El espectador, T. VII, Madrid: El arquero, 1964, p. 79–105.
[7] Otto BRUNNER, Vita nobiliare e cultura europea, Bolonia: Il Mulino, 1982, p. 99-108.
[8] Véase Fernando BOUZA, Palabra e imagen en la Corte. Cultura ora y visual de la nobleza en el Siglo de Oro, Madrid: Abada, 2003, p. 83 y ss. y Luis ROBLEDO ESTAIRE, «El lugar de la música en la educación del príncipe humanista», in: Virginie DUMANOIR (coord.), Música y literatura en la España de la Edad Media y del Renacimiento, Madrid: Casa de Velázquez, 2003, p. 1-19.
[9] Fernando BOUZA, ibid., p. 160.
[10] Andrés de LEÓN, Historia del huérfano, ed. de Belinda PALACIOS, Madrid: Biblioteca de Castro, 2017, p. 104 y ss. Agilidades muy parecidas a las del húerfano se encuentran en otra de las más interesantes autobiografías de la época. Véase Diego DUQUE DE ESTRADA, Comentarios del desengañado de sí mismo, ed. de Henry ETTINGHAUSEN, Madrid: Castalia, 1982, p. 89 y ss.
[11] Rodrigo CARO, Días geniales o lúdricos, ed. de Jean-Pierre ETIENVRE, Madrid: Espasa-Calpe, 1978, p. 88.
[12] Diego de ALAVA Y VIAMONT, El perfecto capitán, En Madrid: Por Pedro Madrigal, 1590, fol. 38vº.
[13] Luis PACHECO DE NARVÁEZ, Libro de las grandezas de la espada, En Madrid: Por los hijos de Juan Íñiguez de Lequerica, 1600, fol. 30vº y Juan de ESQUIVEL, Discursos sobre el arte del danzado, En Sevilla: por Juan Gómez de Blas, 1642, fol. 3rº.
[14] María de ZAYAS Y SOTOMAYOR, «La fuerza del amor», in Novelas amorosas y ejemplares, ed. de Julián OLIVARES, Madrid: Cátedra, 2014, p. 347.
[15] Era el tipo de amor caballeresco que se escenificaba en los torneos. Véase Johan HUIZINGA, El otoño de la Edad Media, Madrid: Alianza, 1989, p. 107 y ss.
[16] Carmen MARTÍN GAITE, Usos amorosos del dieciocho en España, in Obras completas IV, Madrid: Espasa-Calpe, 2015, p. 803.
[17] Juan de ESQUIVEL, op. cit., fol. 44rº.
[18] Jerónimo ROMÁN, Repúblicas del mundo, Vol. II, En Medina del Campo: Por Francisco del Canto, 1595, fol. 348rº.
[19] El abad de Rute habla de todos estos instrumentos en Francisco FERNÁNDEZ DE CÓRDOBA, Didascalia Multiplex, Lugduni: Sumptibus Horatij Cardon, 1615, p. 267 y ss. Los precios de las castañuelas se encuentran en Tassa de los precios que se han de vender las mercaderías, En Madrid: Por Juan González, 1627, fol. 13rº.
[20] Véase el episodio de la «castañeta repentina» en Francisco LÓPEZ DE ÚBEDA, Libro de entretenimiento de la pícara Justina, ed. de Rosa NAVARRO DURÁN, Madrid: Biblioteca de Castro, 2007, p. 127
[21] Diego DUQUE DE ESTRADA, op. cit., p. 175.
[22] Sobre las famosas prohibiciones véase Álvaro TORRENTE, «El “destierro” de la zarabanda (1585): una lectura poética desde la British Library», Revista de musicología, 43 (2), 2020, p. 529-586.
[23] Peter BURKE, Popular Culture in Early Modern Europe, Nueva York: Harper Torchbooks, 1978, p. 23 y ss.
[24] Ramón MENÉNDEZ PIDAL, «Poesía popular y poesía tradicional en la literatura española» in: id., Mis páginas preferidas. Temas literarios / Temas lingüísticos e históricos, Madrid: Gredos, 2008, p. 109-138.
[25] Véase Emilio COTARELO Y MORI, Colección de entremeses, loas, bailes, jácaras y mojigangas, T. I, vol. I, Madrid: Bailly Baillière, 1911, p. CCXXIII y ss.
[26] Fernando BOUZA, «Cultures and communications across the Iberian world (fifteenth-seventeenth century)», in: Pedro CARDIM, Antonio FEROS y Fernando BOUZA (eds.), The Iberian World, 1450-1820, Abingdon-Nueva York: Routledge, 2019, p. 211-244.
[27] Alonso REMÓN, Entretenimientos y juegos honestos y recreaciones christianas, Madrid: Por la viuda de Alonso Martín, 1623, fol. 96vº.
[28] Véase José Antonio MARAVALL, La literatura picaresca desde la historia social, Madrid: Taurus, 1986, p. 245 y ss.
[29] Gonzalo CORREAS, Arte grande de la lengua castellana, Madrid: Real Academia Española, 1903, p. 272-273.
[30] Es el caso del famoso baile del «villano». Véase también Fernando BOUZA, «O qual eu vi. Escritura y mirada nobiliarias en el Discurso nas jornadas que fiz a Montserrate de Manuel de Ataíde, tercer conde de Castanheira (1602-1603)», En la España medieval, Anejo 1 (2006), p. 277-304.
[31] Ver Ramón MENÉNDEZ PIDAL, Poesía juglaresca y juglares, Madrid: Espasa-Calpe, 1975 y Fernando BOUZA, Locos, enanos y hombres de placer en la corte de los Austrias, Madrid: Temas de hoy, 1991.
[32] Fernando BOUZA, ibid., p. 11 y ss.
[33] Ibid., p. 81.
[34] Miguel de CERVANTES, La gitanilla, in Novelas Ejemplares I, ed. de Juan Bautista AVALLE-ARCE, Madrid: Castalia, 1982, p. 95
[35] Miguel de CERVANTES El coloquio de los perros, in Novelas Ejemplares III, ed. De Juan Bautista AVALLE-ARCE, Madrid: Castalia, 1982, p. 260
[36] Miguel de CERVANTES, La gitanilla…, p. 74 y ss.
[37] Margit FRENK ALATORRE, «Dignificación de la lírica popular en el siglo de Oro», Anuario de Letras, 2, 1962, p. 27-54. Sobre el lugar de la música en todo este fenómeno véase Ignacio RODULFO HAZEN, El aire español. Los usos musicales de la aristocracia española en la vida italiana durante el Siglo de Oro (1580-1640), Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2020, p. 45 y ss.
[38] José FERNÁNDEZ MONTESINOS, Ensayos y estudios de literatura española, México: Ediciones de Andrea, 1959, p. 75-98.
[39] En su propia juventud, Felipe II, siempre amigo de los graciosos, pudo estar cerca de convertirse en uno de estos jóvenes descarriados.
[40] Ramón MENÉNDEZ PIDAL, «Lope de Vega. El “arte nuevo” y la “nueva biografía”», en Mis páginas preferidas..., p. 246-303.
[41] Felipe DE GAUNA, Relación de las fiestas celebradas en Valencia con el motivo del casamiento de Felipe III, Valencia: Acción bibliográfica valenciana, 1926, p. 168.
[42] De Francisco de Baeza a don Diego Sarmiento de Acuña, 28 de agosto de 1600, Villalonso-Toro, RB Mss. II-2140, [fol. 68].
[43] Véase, en este punto concreto, José Antonio MARAVALL, La cultura del Barroco, Barcelona: Ariel, 1975, p. 183.
[44] Peter BURKE, op. cit., p. 270 y ss.
[45] Véanse varios ejemplos en Emilio de COTARELO Y MORI, Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España, Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1904.
[46] Lynn M. BROOKS, The dances of the processions of Seville in Spain’s Golden Age, Kassel: Reichenberger, 1988 y Juan José CARRERAS LÓPEZ, «Música y diplomacia: la reforma post-tridentina del canto litúrgico y la corona española», Itálica, 17, 1984, p. 219-230.
[47] Ibídem y Clara BEJARANO PELLICER, «Las mujeres y la práctica musical en el Siglo de Oro: ficción y realidad en Sevilla», Janus, 3, 2014, p. 185-219.
[48] José de PELLICER, Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Góngora y Argote, Madrid: En la Imprenta del Reino, 1630, p. 22.
[49] Manuel de ASTETE, Questión singular política y académica acerca de un estilo de Hespaña en las danzas festivas notado de bárbaro injustamente de un autor cortesano, BNE, MSS/11146, fol. 250rº. Y ss.
[50] José de PELLICER, op. cit., p. 301.
[51] ASF, Mediceo del Principato, V. 4959, Fol. 890 (Base de datos BIA del Medici Archive Project).
[52] Rodrigo CARO, op. cit., p. 63.
[53] Carmen SANZ AYÁN «Felipe II y los orígenes del teatro barroco», Cuadernos de Historia Moderna, 23, 1999, p. 47-78.
[54] Edward M. WILSON, «Fray Hortensio Paravicino protest against El príncipe constante», Ibérida 6, 1961, p. 245-266.
[55] Eugenio ASENSIO, Itinerario del entremés, Madrid: Gredos, 1971, p. 124 y ss.
[56] Ignacio RODULFO HAZEN, op. cit., p. 174.
[57] Teresa FERRER VALLS, Nobleza y espectáculo teatral (1535-1622), Valencia: UNED, 1993, p. 269 y ss.
[58] Juan de ESQUIVEL, op. cit., fol. 31vº y ss.
[59] ARCHV, Registro de ejecutorias, C. 2561, 46.
[60] Miguel de CERVANTES, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ed. de Juan Bautista AVALLE ARCE, Madrid: Castalia, 1969, p. 88.
[61] Vicente ESPINEL, Vida del Escudero Marcos de Obregón, ed. de Soledad CARRASCO URGOITI, Madrid: Castalia, 1972, p. 99.
[62] Juan RODRÍGUEZ FREYLE, El carnero, ed. de Darío ACHURY VALENZUELA, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979, p. 220 y ss.
[63] Juan de ESQUIVEL, op. cit., fol. 24rº.
[64] AHN, Inquisición 75, Exp. 16.
[65] Alonso de VILLEGAS, Flos sanctorum: quarta parte y última parte y discursos y sermones, Impresso en Barcelona: en casa de la viuda Gotard, 1590, p. 276.
[66] AHN, Inquisición, 225, Exp. 26.
[67] Diego DUQUE DE ESTRADA, op. cit., p. 110.
[68] Juan ESQUIVEL, op. cit., fol. 24rº.
[69] Diego DUQUE DE ESTRADA, op. cit., p. 90.
[70] BNE, Relación de la fiesta que hizo don Juan de Espina, MSS/2359, fol. 112vº.
[71] Gracias a Fernando Bouza por haberme descubierto esta imagen reveladora, además la de la tondue d’Espaigne.
[72] Francisco DE PORTUGAL, Arte de galantería, ed. de Jose Adriano de Freitas CARVALHO, Porto: Centro Inter-Universitário de História da Espiritualidade, p. 69 y ss.
[73] Maria Grazia PROFETI, «La danza como “savoir-vivre” en la España del siglo XVII», in Les traités de savoir-vivre en Espagne et au Portugal, Clermont-Ferrand: Association des Publications de la Faculté des Lettres et Sciences Humaines de Clermont–Ferrand, 1995, p. 205-213.
[74] Cfr. Paul HAZARD, La crisis de la conciencia europea, Madrid: Ediciones Pegaso, 1975, p. 295 y ss.
Artículo publicado en Journals Open Edition el 4 de marzo de 2022.