La Otra Cruzada
A mi abuelo no lo mataron en la guerra –en la Guerra civil española de 1936–, a ninguno de mis dos abuelos. Ni en Córdoba ni en Huelva duraron las hostilidades muchos días.
El padre de mi madre, don Federico Algarra, cofundador y propietario de Radio Córdoba (entonces la emisora se llamaba EAJ-24), mantuvo un trato afable con los mandos del “Alzamiento”; esto le permitió defender a más de un amigo y conocido suyo republicano, sacarlo de la cárcel y del país; hubo un episodio en el que cuentan que don Federico, intercediendo por la vida de un amigo socialista, político municipal con la República, zarandeó por las solapas a un esbirro del régimen en ciernes: “Si para esto ha triunfado el Movimiento, me cago en ti y en el Movimiento”, sin que tuviera consecuencias para mi abuelo. En agosto del 36, este se llevó a su mujer a la sierra, para que doña Rita diera a luz a su primera hija, mi tía Gloria, mientras sobre Córdoba caían las bombas; una de esas noches llegó hasta la casa una patrulla nocturna, y mi abuelo salió a recibirlos al grito de “¡Arriba España!”; se la jugó: llegan a ser del bando republicano, y estas líneas no habrían llegado a imprimirse.
Unas cuantas bombas (“hechas con latas”, según mi bisabuela) contra la sede de la emisora, y aguantar las baladronadas y zoqueterías –también de lata, pero más eficaces– de Queipo de Llano, general mediático, fueron lo más gravoso que el resto de la guerra trajo a don Federico. Su esposa, que se parecía a la futura Deborah Kerr, afirmaba en voz baja que su marido –cuyo aspecto anunciaba el del también por venir Orson Welles de mayor–, en el fondo, no simpatizaba con los nacionales, sino con los otros; pero esto no le impidió a mi abuelo mantener tertulia fija, en el edificio contiguo al que era su casa (piso de arriba) y la emisora (piso de abajo), en el Circulo de la amistad de Córdoba, con el Gobernador militar, con el padre de Antonio Gala, y demás fuerzas vivas del Régimen en la ciudad. Mientras, él se aliviaba la cirrosis a base de brandy rebajado con agua.
Yo no conocí a don Federico; murió cuando mi madre tenía dieciocho años; y hasta ese momento, las únicas preocupaciones de ésta fueron qué se pondría para la feria de Córdoba, o librarse del servicio social de la sección femenina haciendo una canastilla para bebé, que las hacía “estupendamente”. Mi madre fue la pequeña de sus hermanos, nació bajo el franquismo; para ella, los encarcelados, exiliados, ejecutados, las privaciones de la guerra prácticamente no existieron. De niño, si la oí hablar de Franco, lo hizo con agradecimiento; un día, mientras en el televisor en blanco y negro un señor cetrino de bigotito, con cortina de fondo y vaso de agua enfrente, anunciaba (mi primer recuerdo público, a los cuatro años) “Españoles: ¡Franco ha muerto!”, mi madre no dejó lo que estaba haciendo: ordenar los armarios.
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Mi abuelo paterno, en el 36 disfrutaba de cierto acomodo en Huelva; aunque casado muy joven, con tres hijos pequeños, a su casa cada día llevaban el cesto con el pescado recién cogido, para elegir (en Huelva la comida siempre fue muy importante, aún no sé por qué). Aquel verano las hordas rojas, que no acostumbraban a comer tan bien, entraron una noche a saquear la casa de mis abuelos, que hubieron de huir en camisa de dormir, saltando por los tejados, con los niños en brazos; el menor, de un año, era mi padre, que ha vivido desde muy joven absorto en querer comprender aquello que vivió sin enterarse, pero que le marcó la infancia. A mi abuela materna se le encendían los ojos de rencor cuando recordaba en voz alta (que no es lo mismo que contar) cómo los rojos les tiraron por el balcón todo lo que tenían: que si los mantones preciosos que eran de su madre, que si una cubertería que no la volvió a tener igual; se lo oí bastantes veces. Su marido se libró de combatir por ser padre de familia, creo; a él siempre le preocupó lograr ciertas comodidades, ajeno a la política, con título de corredor de comercio, pero casi sin formación alguna. La tarde del golpe de Estado del 23-F, en 1981, mi abuela materna subió a nuestra casa (vivían en el piso de abajo), y le vi en los ojos verdadero miedo; rogaba que “por Dios, otra vez la guerra no”; era siempre melodramática, pero entonces simpaticé con ella, porque por una vez noté que miraba con honestidad.
Como a muchos ingenieros de los de antes, a mi padre le gustaba leer libros de historia, con fijación casi obsesiva por la guerra civil, “lo peor es una guerra entre hermanos, no se puede repetir”. Me crié oyéndole contar y comentar lo que leía, se enfadaba con los libros o decía que “claro, claro” (me hablaba como si yo fuese mucho mayor; él no tenía a nadie más con quien compartir aquello). Me eran familiares nombres como Mola, Sanjurjo, Rojo, la Pasionaria, Calvo Sotelo (“la gota que colmó el vaso”). Con diez años le miraba escenificarme el episodio del sitio del Alcázar de Toledo, cómo el general Moscardó hablaba al teléfono por última vez con su hijo (“Nada, papá, que dicen que me van a matar si no os rendís”; “pues encomienda tu alma, grita Viva España, y muere como un héroe, hijo mío”; “adiós, padre; un beso muy fuerte”); pero nunca me lo contó como cuestión de bandos, sino de heroísmo. Más tarde, por mi cuenta, confirmé cuánta maldad y heroísmo hubo por ambas partes.
Esas narraciones, acompañadas de cierto rigor histórico, las viví en la niñez con bastante más intensidad de lo normal. El libro de Hugh Thomas, en la edición en rústica y clandestina de Ruedo Ibérico lo tenía gastadísimo mi padre, que lo manejaba regularmente. Además, sus estantes andaban quejumbrosos por lo que pesaba un tomo enorme, lleno de fotos en huecograbado, “España en llamas, 1936”, que miré mil veces. “No fue posible la paz”, de Gil Robles, y dos mamotretos blancos de Ricardo de la Cierva, componían el núcleo de una biblioteca de varias decenas de tomos; casi todos los miraba yo con simpatía; aunque años después les guardé rencor durante un tiempo, por todos los otros libros, mucho más valiosos, cuyo lugar ocupaban, y que tuve que ir descubriendo después. Mi primera lección por cuenta propia: esa guerra podía pesar más de lo debido.
Tendría yo los dieciséis cuando mi padre compró a un viajante de enciclopedias unos volúmenes que, cosa nueva, me hicieron sentir cierto repelús: “Historia de la Cruzada Española”. ¿Cómo “cruzada”?, ¿no había sido sucia guerra entre hermanos? “Cruzada” la llamó el bando franquista. Mi padre se excusó, pretextando que aquellos tomos eran minuciosos, la guerra pueblo a pueblo; vale, minuciosamente repugnantes entonces.
Yo empezaba a reaccionar contra la imagen beatífica de Franco que había heredado. Con el tiempo, fui preguntando a mi padre si él no había vivido la disidencia: solo de universitario, en Madrid, tuvo constancia por primera vez. En mi padre prevalecía el sentido histórico sobre lo que ahora llaman, los que no tienen edad para haber vivido guerra alguna, “memoria”, subterfugio para esquivar las exigencias de la historia como ciencia; para mi padre, Franco y la guerra debían ser objeto de estudio y análisis, y de estos derivaba la correspondiente responsabilidad para todos; qué bien no le habrá hecho el libro de Hugh Thomas. Pero hablo en pasado, aunque mi padre vive y está en activo, porque sospecho que parte de su mejor inspiración original se ha diluido entre lecturas mediocres, tertulianos desquiciados, la tentación de combatir el fuego con el fuego, y algo más hondo: la renuncia a aplicar ese afán histórico a su propia vida.
A diferencia de otras familias de lo que tan estúpidamente se llama “de derechas”, en la mía no ha habido rastro de los resabios antimonárquicos de la peor burguesía de provincias. Crecí admirando al Rey y su Transición.
El agradecimiento acrítico de mi madre a Franco, se le ha ido curando con el tiempo. Juntos hemos hablado mucho de los que sufren por diversos motivos, de los estragos de la locura y la ceguera espiritual, hasta acabar pensando en todos los que sufrieron al dictador, los miles de ejecutados en tiempo de paz, los exiliados. Alguien que hizo tanto daño a los suyos, no podía ser un patriota. Si mi madre se ha ido sobreponiendo a Franco, ha sido madurando su sentido de la solidaridad y, tiene gracia, su patriotismo.
No hace mucho, vimos los tres juntos, mis padres y yo, unas imágenes de televisión en las que un, por lo demás, buen cineasta daba vergüenza ajena por el tono servil, más orgásmico que reverencial, con el que entrevistaba al “caudillo” ya viejo; y cómo éste venía a decir que no, no hacía falta que le agradeciéramos que se hubiera sacrificado tantísimo por nosotros, los españoles. Nos miramos los tres de reojo; para mis padres, Franco quedaba en su sitio para siempre.
Antes, con veinte años, conocí al hombre que me cambió la vida: soldado de la República, secretario de Besteiro antes de morir éste, Julián Marías sentenció la guerra civil española recordando a “los injustamente vencedores y los justamente vencidos”. Don Julián nunca se adhirió al Régimen, nunca se marchó de España; Cela lo salvó de que lo condenaran tras la guerra. Con Marías depuré lo poco que sabía, aprendí mucho más, encajé las piezas y me salvé de innumerables errores.
Pero al mismo tiempo, a finales de los ochenta, se comenzó a filtrar por España la idea de que la guerra civil fue una lástima solo porque la perdió el bando equivocado, los que llevaban razón. “Desde el principio tuve claro que el único enemigo era la guerra”, decía Marías. Gracias a él acabé de superar los errores de mis mayores, aprovechando lo bueno que me dejaron, actuando sobre ellos; pero mi generación, junto con la anterior (los que tienen quince años más), empezaba a querer “hacer memoria” de una guerra que no vivió, a pedir cuentas (¿a quién?, ¿de qué?), a desandar el camino andado en el estudio, la comprensión, el perdón y la responsabilidad, con un rencor lleno de aristas, al contrario del de sus abuelos, pulido éste por el remordimiento, la pena, el miedo y la gana de vivir en paz. Ahora se les une la generación posterior a la mía (quince años menor).
Me repugnan los que, indolentes, dan algo por bueno solo porque, de un modo u otro, les conviene; o lo dan por malo porque les perjudica; los que se afilian sin crítica a lo que fueron sus padres. Por el contrario, busco la verdad, cueste lo que cueste.
¿Dónde está escrito que seamos siervos de la gleba de los odios de nuestros mayores, de sus visiones sectarias? ¿Por qué han de modelarnos ellos a nosotros y no al revés? Pero en lo que ahora está en marcha se esconde algo mucho más siniestro: los que hicieron la guerra civil y sus hijos se redimieron, y con ellos al país, haciendo la Transición. ¿Qué pretenden los nietos y biznietos avivando los fuegos que sus antepasados apagaron? La verdad, la paz, la obligación de mirar al futuro siendo creativos pesan demasiado; es más fácil medrar alimentando fanatismos y mitos; animando a odiar, en lugar de a trabajar. No confío en la memoria sin imaginación; ésta es la primera herramienta intelectual.
Se acaba por falsear la historia entera, llegando a lo grotesco; así resume una alumna mía la historia de los derechos de la mujer, en un ensayo que escibe para su examen de oposición a funcionaria del Estado: “tras siglos de opresión, relegada a meras tareas reproductivas, se le empiezan a reconocer algunos derechos con la Revolución Francesa (sic); pero no será hasta la Constitución española de 1931 cuando se le otorguen plenamente sus derechos democráticos…”.
Se empezó por la guerra civil: películas, novelas, documentales, declaraciones institucionales (con la historia se atrevían menos), que pretendían reinventar aquella “gloriosa lucha perdida”; el nuevo objetivo es ensalzar la desastrosa Segunda República, retomándola sin solución de continuidad: “ganaremos lo que nuestros mayores perdieron”; sin querer ver que perdieron todos; la Transición, la monarquía, veladas por el silencio con una sonrisilla satisfecha; todo fue un paréntesis. Mientras, exhuman la guerra civil, otra vez en olor de Cruzada ❧
Artículo publicado en Cuenta y razón en 2007 (número 145)