Perderse por no perder
Leído Buero Vallejo en Historia de una escalera, queda patente el riesgo de perder la vida queriendo evitar algo que temíamos —aceptar nuestra propia circunstancia, vernos abandonados por alguien—. Acabaremos perdiendo aquello tan querido y la propia vida en el empeño; con el último desengaño, todo lo demás.
Como en compañía se piensa muy bien, caí en la cuenta de todo esto junto con alguna de mis alumnas de español, italianas de Roma; ellas y yo nos sobrecogimos al descubrir que, a la postre, los personajes de Buero, los vecinos de la escalera, viven, no tanto por algo como contra algo, queriendo evitar lo que acaba siendo inevitable; en lugar de aceptar la realidad y concederse una vida contando con ella.
Historia de una escalera trata de que a la vida no se la puede burlar, no hay más remedio que afrontarla; o, en términos evangélicos: quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien la pierda, se salvará. Pero esto parecen ignorarlo algunos nuevos lectores del drama de Buero a los que se adivina atrapados en sus propias limitaciones, creyendo que la clave está en la escalera misma, hasta llegar a hacer abstracción de lo que era más que un recurso escénico, tiempo y lugar para un propósito dramático, este sí, universal.
Muchos no entienden lo que leen; será que piensan siempre solos. Benavente afirmaba que prefería la lectura a la representación de las obras de teatro, porque —se lamentaba— casi nunca veía sobre el escenario un destello de lo que él, lector, había sabido imaginarse. El colmo de la incomprensión de Historia de una escalera es verla como reflejo de la España de otros tiempos; como si hoy no hubiera hombres y mujeres que se dejasen “vencer por la vida”.
Buero logró ir más allá de sus propias intenciones declaradas: decía insistir con sus obras en los conflictos generacionales y en el enfrentamiento entre los hombres de una misma generación; le nacían hombres y mujeres que no se entienden a sí mismos, atrapados en lo que dicen querer, atenazados por lo que desean.
El resultado dramático (el drama es lo que siempre está a pique de hundirse y de salir a flote al mismo tiempo; está latente como angustia y esperanza) iguala, a mediados del siglo XX, a otras obras capaces de sacudir al espectador en su butaca, con las que se abría —Electra de Galdós— y casi se cerraba —Oleanna de Mamet— el pasado siglo teatral. Las tres son obras que, como todo lo inconfundiblemente humano, por lo tanto trascendente y universal, precisan de un tiempo y un lugar donde los personajes vivan su drama único —esto es, eterno.
Buero creyó en el teatro para el pasado siglo; dijo que la grandeza dramática podía existir en la tragedia teatral moderna: “Tampoco necesita para ello —escribió, al hilo de Historia de una escalera— de una concepción del Destino a la manera clásica, externo en sus irrevocables decisiones a la voluntad de los personajes; el libre arbitrio de estos es de por sí bastante fatídico”; el camino elegido por el grave Buero fue “la purificación por la piedad y el terror —la vieja catarsis aristotélica”.
¿Y la escalera —esa que, desde el estreno, en 1949, a tantos despista? “Es —dice su autor— la entidad patética construida por el retorno, la fugacidad y el cambio de las cosas humanas —tiempo—, sobre la yerta sordidez de un escenario casi inmutable —espacio— (…). Lo trágico de la historia de estas vidas sencillas reside en una férrea limitación de tiempo y espacio, simbolizada por esa especie de cárcel que es la escalera donde se desarrollan. Una cárcel interna en el fondo”. Subrayo estas intuiciones del melancólico Buero: “El libre arbitrio de los personajes es de por sí bastante fatídico, es una cárcel interna en el fondo”. Dejemos que sus personajes se delaten:
Fernando dice: “¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir”; “me ahoga la ordinariez que nos rodea”; “quiero salir”. Hasta aquí lo que dice querer; pero es su propia cobardía —en su doble cara: la pereza y la falta de valor—, la que en realidad le oprime. Fernando no vive para nadie porque es incapaz de querer (a cuántos dramas habrán dado lugar estos desalmados, desde que se estrenó el mundo); ha tirado sus armas para no luchar y salir indemne; allí, casado con su miedo, quedará siempre.
Elvira, por su parte, solo vive para no dejar escapar a Fernando; “mi único capricho”, dice. Su condena será ver concedido ese único antojo excluyente.
Urbano dice ser el luchador social, aunque se esfuerza denodadamente por conformarse en todo lo íntimo para evitar decepciones; y al final queda desengañado en lo único por lo que se permitió cierta, solo cierta ilusión. Su hermana Rosita vive para no perder a Pepe, un chulo; su otra hermana, Trini, no vive, porque es de estas personas que se des-viven por todos: olvidadas ambas por dónde se comienza a tejer el amor. Ya mayores, se dicen: “¡Qué iguales somos en el fondo tú y yo!”, “al final hemos venido a fracasar de igual manera”.
Pepe, el rufián de quien está enamorada Rosita, vive desasiéndose del amor a cada paso, con un “¡déjame!” en apariencia de castigador pero, en el fondo, de pánico; quedará solo, casi con dolor de enamorado.
Esta es la generación protagonista de la obra; sus padres les allanan el camino a la perdición del cobarde, del perezoso, del fatalista o del infeliz, ya sea con el resignado “¡qué vida, Dios mío!” de doña Generosa, o con el eco inverso, exasperado —“¡qué asco de vida!”—, de doña Paca, esta más lúcida, aunque no lo suficiente.
Todos, con cierta dosis de razón: el drama se hace posible porque hay algo de bueno, a veces mucho, en sus protagonistas; y, claro, lo vemos. Pero no son capaces de encararse con la persona, o la situación, o su propio interior, que les acongoja y decirle con los complementarios amor y valentía: “Tú eres mi presente o mi pasado hecho quiste, pero no futuro; así, no”. La escalera es prisión para ellos y no para los nuevos huéspedes —“la casa, aunque vieja, no está mal”, dicen estos últimos —, porque, como alguien nos enseñó hace ya tiempo, la circunstancia es enemiga o adecuado escenario, cárcel incluso, según la pretensión de cada uno y el valor para llevarlo a cabo.
Buero, triste, firme, justo y compasivo, creía que la tragedia había sido en otros tiempos “no solo el género romántico supremo, sino el más moral”. Él y otros pocos lograron renovar el efecto catártico del teatro sobre los espectadores del siglo XX: “¡Mátala!” fue el ruego y el consejo a Joaquín Kremel, víctima de la Oleanna de Mamet, que no pudo reprimir una espectadora de entre los diez y los doce que asistíamos cierta noche al teatro Bellas Artes. La posibilidad de aquel estremecimiento compartido es la justificación, más allá de la “beatería de la cultura”, para revivir las grandes tragedias teatrales y para, a ser posible, concebir otras nuevas ❧
Artículo publicado en Clarín. Revista de Nueva Literatura, en enero-febrero 2004 (Año IX – Nº 49).