Por un teatro público, libre y plural
La recién constituida Asociación para la Libertad y las Artes Príncipe Baltasar Carlos publica un vídeo que pretende ser una muestra representativa del teatro público en Madrid durante estos últimos años. Algunos verán en los fragmentos de este vídeo un teatro “comprometido”, de “sublime belleza”, con “arriesgadas propuestas”, de “prestigio”...; otros no vemos nada parecido. Lo innegable es que todo este teatro es monocolor: no solo en sentido político, que nos parece lo más superficial, sino en el más hondo, en el estético, así como en los temas, y en la mirada. Se da la circunstancia de que dichas estéticas, miradas y asuntos son coincidentes con las de una red de poder en el teatro (y en las artes en general), en España y en el mundo: van con su tiempo. Algunos crecimos pensando que las artes tenían vocación desafiante con el poder y lo establecido, tenga el color que tenga. Algunos hacemos un teatro muy diferente, del que jamás programarían los que dominan el teatro institucional en los últimos tiempos.
Entiéndase bien: si gestionásemos un teatro público, nos partiríamos la cara porque estas personas estuvieran sobre los escenarios; tienen que estar: así se lo hemos dicho a los pocos que se dignaron a cogernos el teléfono. Lo que no se entiende, o se entiende demasiado bien, no es tanto que no estemos nosotros, sino que no haya nadie parecido, nadie que no vea el mundo como ahora unos pocos nos mandan.
Se diría que algunos precisamente buscan dar alas al españolismo y a otros demagogos, porque ir al teatro público hoy en Madrid garantiza una dosis de mofa e insultos inopinados y extemporáneos a España; a Dios, especialmente en su concepción católica, y a su Iglesia; al Rey y a las altas instituciones del Estado; apologías del terrorismo y la “acción directa” callejera; denuestos al Partido Popular, al que se tacha de fascista y corrupto, con alusiones personales humillantes a Cristina Cifuentes y a los dirigentes nacionales; y, lo que es mucho más grave, una visión única de los clásicos del teatro, desposeídos de toda verdad histórica, y transmutados en muñecos de ventrílocuos de los movimientos “sociales” de las últimas décadas: de modo que Lope, Cervantes, Calderón, hablaban del “15M”, el anticapitalismo, las doctrinas de género, la opresión machista o de los refugiados. Quizá no sea casual que algún festival de teatro clásico haya dejado caer la palabra “clásico” (Olite), no se haya celebrado (Alcántara), o que la propia Compañía Nacional de Teatro Clásico anuncie otros derroteros; cabe preguntarse si se tiene legitimidad jurídica para hacer tal cosa. Quizá hayan sido demasiados años haciendo un teatro que en el fondo odiaban.
La estética constante y muy barata (que permite que el dinero vaya menos al decorado, las luces, el vestuario o el maquillaje, a músicos en directo, o a la preparación de los actores) recae en una suerte de “escolasticismo de lo contemporáneo”, caracterizado por la abstracción, el feísmo militante y el desprecio a la mujer como tal mujer. Todo, bañado en resentimiento; que a menudo se vomita mientras se imposta una sonrisa: contra la historia, la realidad, la belleza y cualquiera que se atreva a desafiarlos, a poner un euro de su propio patrimonio, a pedir concurrir en igualdad de condiciones y que pida “luz y taquígrafos”. Risas sin alegría; cuerpos sin erotismo; cadáveres descompuestos atrezados de innovación; arribismo político disfrazado de rebeldía.
Lo más dramático es todo lo que no hay, lo que falta. Thornton Wilder señalaba que era chocante que, en una comedia, el autor y los actores se rieran de todos menos de sí mismos. Hoy, en el teatro público en Madrid y en España, todos son los mismos y nunca se ríen de sí mismos; y que alguien se atreva... Dios ha muerto en los teatros, y en buena medida en la calle: ¿no será precisamente la hora de repensar la trascendencia y el misterio? ¿Y la belleza? Hasta los que aciertan a llevar a escena las verdaderas relaciones entre hombres y mujeres, en su locura y su ternura, tienen esa imagen del Siglo de Oro hecha de Leyenda Negra e ignorancia.
Falta la música española, falta la danza: en Madrid hay innumerables musicales traducidos o inspirados en los de Broadway, lo que es genial: pero ¿y la música española, su “musical”?: para todos; no solo para minorías o para unos pocos afortunados que consigan entradas para El Barberillo de Lavapiés. Se llegó a diseñar un plan turístico en Madrid para que los extranjeros vinieran a ver ¡danza contemporánea!, al tiempo que no hay una compañía estable para que cualquier día del año se pueda ver baile español en un escenario público y con el decoro debido; mientras, los innumerables conservatorios producen jóvenes bailarines que se despeñan al paro. ¿Alguien se ha planteado que la música popular en español es la de más éxito desde hace años pero su explotación se hace en Miami, y en absoluto en Madrid? ¿Es lógico que los teatros de Canal, los únicos de la capital de titularidad regional, tengan tres salas y las tres estén dedicadas al contemporáneo? ¿No es razonable nuestra propuesta de que la sala Roja sea para un ballet de danza española de la Comunidad de Madrid (que se debería constituir desde cero); la verde, para teatro en todas sus formas; y la negra para contemporáneo? ¿Se entiende que en ningún momento se perciba que Madrid sea la capital europea de la cultura hispanoamericana?
Preocupaciones vanas. Lo capital es señalarse: ser de ellos; o estás muerto. Censura, presiones, silencio, exclusión, falta absoluta de transparencia, inexistencia de fiscalización; sólo opacidad, nepotismo, redes clientelares, ausencia total de pluralidad; no hay ni intención siquiera de implantar un proceso abierto de concurrencia.
Se añade el efecto expulsión que produce en la economía de la casi inexistente industria teatral la competencia desleal entre los salarios y presupuestos públicos y los privados. Pocas cosas tan dañinas como la gratuidad del teatro, las salas llenas de “invitados”, las subvenciones nominativas (a dedo: el 72%), la falta de colaboración público-privada, la politización del dinero de bancos, fortunas y grandes empresas que padecemos en los últimos años: sus fundaciones para devolver o ganar favores o para hacer política sin pasar por las urnas, sin responder ante nadie de nada: “La cultura por sí misma y la clase media no interesan”, así lo hemos tenido que escuchar del responsable de una de estas fundaciones. El miedo de la prensa a perder la publicidad institucional...
Esta oligarquía “cultural” y financiera no solo va contra los posibles artistas que puedan quedar o surgir que no comulguen con los credos establecidos; van contra el público, al que se quiere primero segregar en guetos, para luego expulsar a cualquiera que, de nuevo, no comulgue. Ya casi está conseguido. Pero nada más contrario a la tradición del teatro español desde el Siglo de Oro, en el que se reunían el pueblo, los nobles, los artistas, la mala vida, la corte y el Rey, tanto en el escenario como entre el público. Esta es la peor traición: a nuestra historia, y a la vocación pública del teatro hecho con dinero de todos.
La crítica, por su parte, no está ni se la espera; y los pocos que están, se han fanatizado, o tienen que comer, o dejaron de imaginar hace tiempo. En cuanto a los políticos: para el PP, el gran damnificado, todo esto son cosas “de la 2”, los demás partidos o están detrás de esta suplantación monopolística y censora, o han caído en la que Ortega llamó “beatería de la cultura”, y la dan por santa y buena, venga como venga. Por no hablar de la que podíamos llamar “externalización” de la gestión cultural en España.
Vemos el panorama, cómo a los jóvenes se les hurta o falsea su patrimonio cultural y nos acordamos de Luis Escobar, de Tamayo, de Cipriano Rivas Cherif, del mismo Felipe IV, y nos morimos de añoranza, pero también de lucidez y renovado afán por que el teatro y las artes sean libres, plurales y, a ser posible, hermosas ❧
Artículo publicado en El Asterisco el 20 de septiembre de 2019